Un avión de combate alemán se estrelló en aguas de Cabrera al final de la II Guerra Mundial. Una cruz de hormigón en el pequeño cementerio de la isla atestigua que allí descansa el cuerpo de un infortunado aviador. Todo hubiera seguido así para siempre. Sin embargo, en 1982 se produjo un acontecimiento que cambió las cosas.
Un día varios civiles alemanes llegaron a la isla para recuperar los restos del malogrado piloto. Ayudados por varios soldados españoles del destacamento de Cabrera, excavaron hasta sacar a la luz el cuerpo del joven suboficial de la Luftwaffe, Johannes Bockler. El cadáver estaba en muy mal estado, desgarrado seguramente por la violencia del accidente y corrompido por el largo período en contacto directo con la tierra.
Al día siguiente se dispuso una honra fúnebre y se depositaron los restos de Johannes en un ataúd traído expresamente de Alemania. En pocas horas el alemán salió para siempre de la isla que le vio morir.
Sin embargo, desde entonces empezaron a percibirse unos extraños fenómenos en el pequeño archipiélago. Durante la noche se escuchaban ruidos y gritos apagados en el viejo faro, se oían pasos y carreras por las escaleras del castillo en ruinas y, sobre todo, helaban la sangre unos extraños gemidos que de pronto parecían “tocar” la espalda de los soldados de la isla.
Los militares de la guarnición dijeron que un gélido aliento les perseguía cuando patrullaban o cuando estaban solos en las garitas. Por su parte, los pescadores contaban que una figura oscura les observaba desde el muro del cementerio cuando salían a faenar al alba.
Al parecer, el fantasma no se limitó a contemplar plácidamente desde la sombra del cementerio las actividades de la isla, sino que pronto empezó a salir incluso durante el día. Como flotando, el fantasma del aviador se aproximaba por la espalda a los que inocentemente caminaban por los muchos senderos de la isla.
Los que vivieron el efecto del fantasma lo describen como un frío húmedo que recorre el cuerpo, como un sentimiento tétrico de soledad que roza la piel y hace temblar hasta los huesos.
Algunos soldados veteranos explicaron que se acostumbraron a su presencia y que incluso llegaron a hablar con el fantasma. Dijeron que era un espíritu afable y dulce, y que no provocaba miedo, sino más bien compasión y algo de extraña ternura.
Nadie comprendía por qué seguía allí el espíritu del piloto, si su cuerpo estaba en otro lugar. Hasta que un día se desveló el misterio, cuando se supo que el cadáver que los alemanes se habían llevado no era en realidad el del piloto, sino el de un pobre payés enterrado demasiado cerca de la cruz de hormigón.