Creo que soy una de las personas menos sospechosas de nacionalismo que hay en Mallorca. A lo largo de mi vida he cambiado de opinión en muchas cosas, salvo en una: sigo pensando que el nacionalismo es el más peligroso enemigo de la democracia. De ahí no me he movido ni creo que lo haga jamás. Tanto es así que no veo el momento de escribir la conjunción adversativa sobre la que se ha de resolver la argumentación de esta pieza. Asumo que mis principios se enfrentan a una irresoluble paradoja.
Porque, en efecto, no soy nacionalista, ni siquiera regionalista, pero me declaro firme defensor de que las competencias portuarias de Baleares sean transferidas en su totalidad a la comunidad autónoma. Hace unos años me hubiera conformado con que ese traspaso se limitara a la náutica de recreo (que nada pinta en el Ministerio de Fomento, o como se llame ahora), pero la gestión de esta maldita pandemia que amenaza nuestra forma de vida, incluso nuestro sistema de libertades, me lleva concluir que también el tráfico marítimo de mercancías y pasajeros debería ser gestionado por el gobierno regional; que el concepto “interés general” es perfectamente defendible mediante una dirección descentralizada que tenga en cuenta no ya la realidad más inmediata, sino la “realidad” a secas.
La discriminación que sufren algunos puertos, empresas y navieras solo por tener que operar en el área de competencia estatal se ha revelado insostenible en los dos últimos meses. El Govern balear ha demostrado tener mayor consciencia de la gravedad de los hechos y ha ido mucho más lejos que la autoridad central en la adopción de medidas destinadas a garantizar el suministro de las islas por vía marítima y a evitar el cierre masivo de empresas dedicadas al turismo náutico.
Mientras los dirigentes de Ports IB han actuado con presteza, los gestores de la APB –cuyas ganas de ayudar son idénticas a las de sus homónimos autonómicos, no me cabe la menor duda– se han visto encorsetados por esa especie de Leviatán burocrático llamado Ley de Puertos del Estado, que impide, según se ha visto, tomar decisiones acordes a la trascendencia del momento. Ya ven que no es ésta una crítica a las personas, ni siquiera a la institución que representa al Gobierno de la nación en los puertos de interés general de las Islas, sino una mera constatación fáctica de que nos iría mejor si todos los puertos estuvieran bajo el control de la administración autonómica.
La Conselleria de Transportes, Movilidad y Vivienda anunció ayer una reducción del 50% de todas las tasas que pagan las navieras y las empresas que realizan actividades de turismo náutico. Esta norma afecta a los puertos deportivos autonómicos y al dique de Son Blanc, en Ciutadella, lo cual es lo mismo que decir que no es de aplicación en los muelles de Palma, Alcúdia, Mahón, Ibiza y Formentera, ni en ninguna de las instalaciones abrigadas en sus dársenas, que es donde realizan la mayor parte de sus operaciones las compañías navieras y casi todas las empresas de chárter náutico.
El significado de este agravio es elocuente: la salvación de una empresa náutica, y del consiguiente empleo que genera, puede depender de algo tan aleatorio como si se encuentra ubicada en un puerto estatal o autonómico, aunque ambos pertenezcan al mismo país. Si ni la crisis del coronavirus es capaz de evitar semejantes disparates, estamos apañados.