Monje junto al mar (1810), de Caspar David Friedrich. Óleo sobre lienzo. 110 x 171,5 cm. Alten Nationalgalerie, Berlín.
Corría 1810 y en Alemania el Romanticismo estaba en su apogeo. Las ideas de la Ilustración, con su hegemonía de lo racional, ya no satisfacían a los jóvenes, cuyos espíritus apasionados anhelaban fantasía y libertad. Ese año, Caspar David Friedrich presentó el cuadro Monje junto al mar a la Exposición de Arte de Berlín y la lio parda. Las críticas se sucedieron en periódicos y revistas y no hubo firma reconocida o personaje relevante que no visitara la obra y diera su opinión. Los románticos la adoraron; los academicistas consideraron que era un bochorno: Friedrich se lo había cargado todo.
Para empezar había eliminado la profundidad: ¿dónde estaba la sacrosanta perspectiva, descubierta en el Renacimiento y asentada y perfeccionada en los siglos posteriores? La obra se parecía más a una estampa japonesa que a la ventana albertiana creada en Florencia y sobre la que se había edificado toda la tradición del arte occidental.
También rompió por completo con el paisajismo clásico e idealizado, hegemónico hasta entonces, para crear un entorno vacío, desolado, amenazador. Un despropósito.
Pero lo que más soliviantó a los críticos fue la supresión del argumento, de la narración. Porque, vamos a ver, ¿se podía saber qué hacía un monje ahí, solo, de pie en un acantilado? ¿Meditaba? Y si meditaba, ¿por qué no lo hacía en su celda o en el claustro de su cenobio? A lo mejor es que contemplaba el paisaje, si no fuera porque no había nada que contemplar, más que una angosta faja de un mar color pizarra y un celaje aburridísimo. En resumen, el cuadro estaba vacío.
Es cierto que Friedrich había pintado dos veleros a ambos lados del lienzo y unas estrellas en el firmamento que finalmente borró. No le servían para su propósito: poner en marcha la imaginación del espectador, elevarle, insuflarle una bocanada de misterio. A Friedrich no le interesaban las impresiones naturalistas, él anhelaba crear paisajes que funcionaran como cajas de resonancia psíquica. «Una pintura debe producir una impresión anímica si quiere ser una obra de arte», dejó dicho.
Pero los seres humanos buscamos explicaciones, inventamos alegorías. El monje, tras toda una vida de rezos y ascetismo, ha comprendido que la contemplación solitaria de la naturaleza es la verdadera comunión. O bien, el monje, enfrentado a los cambiantes elementos, simboliza la imperturbabilidad de la fe. O la perturbabilidad. O quizás el cuadro es un manifiesto de las ideas herméticas y el monje está descifrando los símbolos que flotan en el éter.
En tiempos de meditaciones guiadas en YouTube y de reels motivacionales en Instagram, El monje junto al mar consigue ensimismarme al momento. Dos segundos de contemplación y estoy junto al capuchino. El viento agita nuestra ropa y huele a sal. La humedad pesa, tengo frío, pero trato de imitar su pose estoica.
Cuanto más me adentro en la oscuridad del horizonte más se iluminan mis neuronas, galvanizadas por las grandes palabras: vida, muerte, trascendencia, soledad, desamparo. El corazón se me encoge con la rapidez con la que una anémona esconde los tentáculos cuando la rozas con el dedo. De pronto, el monje toca mi codo, me guiña un ojo y me susurra «Ten mucho cuidado con las historias que te cuentas a ti misma». Yo adelanto la barbilla, en una muda interrogación. «Ese es el gran secreto -insiste-: la narración interna».
Acabáramos. A ver si va a resultar que ese es el hallazgo final, que la existencia es tirando a neutra y que todo está en nosotros, en el guion que nos relatamos. Le paso el brazo por los hombros al monje, sigo el movimiento de las olas con la mirada y le digo, «El próximo día nos traemos las cañas. Cuando el mar está así, un poquito movido, es cuando pican más».