La Guardia Civil registró el pasado 24 de julio las dependencias de la Autoridad Portuaria de Baleares (APB) en Palma, Menorca e Ibiza. La operación fue instada por la Fiscalía Anticorrupción y autorizada por el Juzgado de Instrucción número 3 de Palma. La Policía Judicial intervino documentación relativa a varios expedientes de puertos deportivos y otras concesiones, y mantuvo detenidos durante casi un día al presidente del organismo portuario, Juan Gual; a su director, Juan Carlos Plaza; al vicepresidente de su consejo de Administración, Miguel Puigserver, y a dos técnicos: Fernando Berenguer y Armando Parada. Los cinco quedaron en libertad con cargos.
El 7 de agosto, dos semanas después de la redada, Gual fue «separado» de su puesto por la presidenta balear, Francina Armengol, que lo había nombrado en 2015 en atención a su «prestigio» pero también a sabiendas, según publicó el periodista Matías Vallés en Diario de Mallorca, de las millonarias deudas que acumulaba como consecuencia de la quiebra de su antigua empresa de catering.
Hasta aquí los hechos constatados de un caso del que casi nada se sabe por la sencilla razón de que el sumario permanece bajo secreto. La falta de información ha hecho correr a partes iguales informaciones interesadas –que quizás no formen parte de la causa– y una curiosa teoría de la conspiración, de acuerdo con la cual una «mafia» formada por malvados empresarios y otros «poderes fácticos» habría orquestado la operación judicial. Esto significa tanto como decir que tres instituciones públicas (Juzgado, Fiscalía y Policía) habrían conspirado o, en su defecto, se habrían dejado instrumentalizar por supuestos poderes en la sombra para derribar a un grupo de virtuosos gestores. Mucho suponer en dos aspectos: uno, que Gual sea un virtuoso y su labor al frente de la APB haya sido precisamente ejemplar; y dos, que la Justicia esté al servicio de algún tipo de organización criminal.
Insisto: no tengo ni idea de qué hay detrás de este caso, en el que, como corresponde en cualquier estado de derecho civilizado, los implicados gozan del sagrado derecho a la presunción de inocencia. Diré más: me extrañaría mucho que algunos de ellos, como Juan Carlos Plaza, al que conozco vagamente pero de quien tengo una buena opinión, se hubieran lucrado a costa del erario. Otra cosa muy distinta es que, a falta de más datos, se pretenda que cuele, sin la menor prueba, la descabellada tesis del conciliábulo que personas allegadas a los investigados (cuando no ellos mismos) están haciendo circular en los ambientes portuarios y que, aun siendo muy lícita como argumento de defensa, supone un insulto a la inteligencia de quienes llevamos más de una década informando sobre lo que ocurre en los puertos de interés general y sabemos, por tanto, quién es quién, de qué pie cojea cada cual, a qué intereses responden sus acciones y qué sujetos muy concretos integrarían esa famosa mafia.
No es la primera vez que se habla de conspiraciones en la APB en los últimos años. Juan Gual debe conocer bien a los fiscales que le investigan, y viceversa, pues en el tiempo que ha estado al frente de Puertos ha acudido en al menos tres ocasiones –que él mismo haya reconocido– a presentar denuncias ante la Fiscalía del TSJB sobre presuntas intrigas contra su persona, lo cual, viniendo de él, especialista en la materia, no deja de ser un sarcasmo.
La primera coincidió con el inicio de su conflicto personal con el Marítimo del Molinar. Dijo entonces que su coche particular había sido saboteado en un momento en el que, por pura inercia, todas las miradas se posaron en los socios del club decano de Baleares. Hasta se publicaron titulares del siguiente tenor: «Sabotean el coche de Gual tras parar la ampliación del puerto del Molinar» (Diario de Mallorca, 2/2/2017). Por si a alguien se le olvidaba establecer la causa-efecto. La realidad es que jamás se relacionó a nadie del Molinar con el suceso. La cosa quedó en nada, salvo la reputación del club, claro.
Luego llegó el caso de las cámaras de seguridad de su despacho de la APB, instaladas por el anterior presidente con permiso del Consejo (ante las sospechas de que alguien podía estar hurgando entre sus papeles) y que ni siquiera grababan el audio ni recogían la imagen de las personas que se sentaban a la mesa. Gual intentó que el asunto pasara por un presunto espionaje y la Justicia, por dos veces –primero el Juzgado de Instrucción y recientemente la Audiencia Provincial–, decidió archivarlo. La pretendida conjura, que en su día ocupó la portada del periódico de mayor difusión de Baleares, simplemente no existía. A pesar del nulo fundamento de la acusación, el fallido recurso de apelación fue presentado por la abogacía del Estado y sufragado, en consecuencia, con fondos públicos.
La tercera y más hilarante de las apelaciones de Gual a la justicia penal se produjo cuando quiso que la Fiscalía investigara las quejas de una empresa concesionaria en los medios de comunicación alegando que pretendían «presionar» e «intimidar» a los técnicos de la APB. El fiscal jefe en persona respondió que no pensaba investigar nada porque los hechos denunciados (criticar la acción de una administración pública en la prensa) no eran constitutivos de delito. La verdad es que no hacía falta consumir un solo recurso público para llegar a esta conclusión, pero la hipótesis de la mano negra, alimentada desde el inicio de la legislatura para justificar no se sabe muy bien qué, necesitaba otro titular.
A Juan Gual, y de esto puede dar fe quien suscribe, no le gusta que nadie se interponga en sus planes y encaja muy mal el escrutinio de la prensa. Su particular manera de entender la función pública le lleva a pensar que su gestión (como la chapuza del Port Petit en el Molinar, con su isla artificial y ese espantoso muro de hormigón que los medios generales no fotografían porque no salen al mar ni que los maten) sólo es digna de elogios y parabienes. De hecho, de haberse publicado este texto cuando aún gozaba de la posición de ventaja que le otorgaba estar al frente de la APB, ahora mismo estaría descolgando el teléfono para advertir a alguien de la inconveniencia de tener a la Gaceta Náutica por amiga, no digamos ya como cliente. No de forma directa, claro, sino con alguno de sus característicos y engolados circunloquios.