El Club Náutico Ibiza, último ejemplo de lo que puede ocurrir con los concursos de libre concurrencia.
La mayoría de puertos deportivos y recreativos de Baleares son un ejemplo de gestión excelente, creo que en eso estaremos casi todos de acuerdo. No es de extrañar que así sea si tenemos en cuenta que la náutica de recreo posee una tradición centenaria en nuestras islas y, por tanto, una experiencia de la que carecen otras regiones ribereñas españolas que, aun siendo muy marineras, no han visto sus costas sometidas a la presión que soporta el litoral balear. Ese empuje –la necesidad de dar servicio a un mayor número de usuarios– ha contribuido a que aquí se desarrollen sistemas de dirección audaces y que nuestros puertos sean, en este ámbito, de los más avanzados de Europa.
Existen, por un lado, los clubes náuticos dedicados a la marina social y, principalmente, a la promoción de los deportes del mar, con grandes inversiones destinadas a sus equipos de competición de vela y piragüismo, y a la organización de eventos internacionales. No es necesario recordar lo que la Copa del Rey y el Princesa Sofía significan en términos de impacto económico e imagen para Mallorca.
Contamos, por otro lado, con unas magníficas marinas que llevan décadas siendo punteras en la gestión medioambiental de sus instalaciones y que ofrecen unos servicios de primer nivel al segmento de navegantes situado entre las economías medias y el gran lujo. El último ejemplo que prueba esta excelencia ha sido el galardón obtenido por Alcudiamar en el Salón de Mónaco, donde han sido reconocidos sus métodos originales para minimizar el impacto de su actividad.
¿Qué les quiero decir con esto? Pues que aquí las cosas se hacen bien desde hace muchos años gracias al esfuerzo de una serie de empresas o asociaciones deportivas (dependiendo de si hablamos de marinas o clubes) que han creado todo el valor agregado a la explotación de los puertos. Y que no es de recibo que ese conocimiento, fruto de un proceso donde convergen el riesgo y la creatividad, la ilusión y el error, deba ser traspasado, sin más, a sus eventuales sucesores en un concurso público. Cuando una empresa recién constituida –llamémosla oportunista o buitre–consigue adjudicarse un puerto, un club o un astillero, no se queda únicamente con el solar propiedad del Estado; se queda con todo el negocio que ha levantado su predecesor en la concesión, con un fondo de comercio que no le pertenece y por el que no paga ni un euro.
A partir de esta premisa, no cabe otra que darle la razón a Bartomeu Bestard (página 7 de esta edición de octubre) cuando reclama la regulación de las prórrogas con criterios racionales, para que no queden al libre albedrío del técnico o político de turno. El llamado «interés público portuario» no pasa necesariamente por sacar a concurso una instalación caducada, sino por garantizar que el servicio a los usuarios, ya sean amarristas o deportistas, se sigue prestando con calidad y solvencia, lo que jamás puede ofrecer una sociedad sin experiencia y recién dada de alta en el registro. Hay que dejar de hablar de los concursos públicos como si fueran sagrados, cuando numerosos casos antecedentes nos demuestran que no sólo no mejoran la gestión portuaria, sino que son una fuente de conflicto.
Un concurso público que no pone en la balanza el valor generado por las empresas concesionarias está viciado de raíz y no es ejemplo de libre concurrencia ni de nada que se le parezca; más bien se trata de la reglamentación de una tomadura de pelo en la que la sociedad rapaz juega con la ventaja de no tener prácticamente nada que perder (acaso el coste de un proyecto) y la que ha construido y desarrollado el negocio se lo juega todo.
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