Según la teoría de la conspiración que tanto le gusta propagar al ex presidente de la APB, Juan Gual, el caos en el que está inmersa esta institución pública desde hace años (décadas, tal vez) es responsabilidad de poderes ocultos y empresarios malvados. Todo el mundo tiene derecho a defenderse, incluso diciendo tonterías y mentiras, o aflorando manías persecutorias. La ley lo permite.
La realidad, sin embargo, es muy distinta. La crisis perpetua de la APB no tiene otro responsable que la propia APB, y nada cambiará mientras las personas que la han llevado a la situación actual de confusión y desprestigio sigan ocupando cargos de la máxima responsabilidad.
La destitución de Plaza llega tarde y mal. Y no porque se le deba considerar culpable de nada –esa es función que corresponde, exclusivamente, a los tribunales–, sino porque no se puede pretender que una persona que ha sido puesta bajo sospecha (con o sin razón) y está sometida a la presión que ésta conlleva dirija un ente público del tamaño y la importancia de la Autoridad Portuaria, que ingresa 84 millones de euros al año y ejerce un poder cuasi absoluto sobre el espacio de su competencia.
No es coherente la destitución del presidente y el vicepresidente por su imputación en una causa de presunta corrupción, mientras los tres funcionarios que fueron detenidos en su día por idéntica razón han permanecido en sus puestos, como si nada, ejerciendo sus funciones habituales e incluso –ojo al dato– instruyendo expedientes sancionadores contra concesionarios.
Los tres debieron ser apartados cautelarmente de sus responsabilidades hasta que se levante el secreto del sumario y se conozcan los cargos (si es que existen) en su contra. Por su propio bien. A Plaza no le ha beneficiado permanecer bajo el foco durante estos últimos nueve meses en que, pese a la ausencia total de filtraciones sobre la investigación judicial, la Autoridad Portuaria no ha dejado de generar noticias negativas vinculadas a su pasado reciente.
En este tiempo han aflorado datos y comportamientos que la APB prefería mantener alejados del escrutinio público. Dos ejemplos: la dudosísima tramitación urgente del puerto del Molinar (obra que Juan Gual pretendía incorporar como legado a la ciudad y en la que ya sabemos que se prescindió de informes ambientales y del CEDEX, por no hablar de que ha supuesto la muerte de un club centenario) y el proceso de renovación del Real Club Náutico de Palma, sometido a constantes vaivenes y largos periodos de inacción, y que ahora se topa con el «extemporáneo» muro de un dictamen negativo de la Abogacía General del Estado.
Añádanle a esto varias decenas de empresas rechazadas en concursos por errores subsanables, la expiración del plazo de la Lonja del Pescado, el lío del Moll Vell o el rosario de irregularidades denunciadas en una larga y documentada serie de artículos en el Periódico de Ibiza y tienen los ingredientes para un perfecto desastre. Es muy difícil hacer las cosas peor.
Haría bien el nuevo presidente, Francesc Antich, en prescindir de quien aún no lo ha hecho –y no hablo sólo de los imputados– y, lo más importante, no asumir la rocambolesca tesis de que la culpa de todo es de los concesionarios, o «de los clubes», o de la prensa, que eso ya es para echarse a reír. O llorar.
No huya usted hacia adelante, presidente. Sea valiente.