Desde que se inició esta pandemia que no cesa –ya va casi para dos años y por su sexta ola–, se ha hablado mucho de náutica en Baleares. Una vez comprobado que el monocultivo turístico tenía consecuencias inmediatas y nefastas en cuanto se cerraban las fronteras y se impedía la libre circulación de las personas (algo con lo que nadie contaba), la sociedad tomó conciencia de la necesidad de explorar modelos basados en una mayor diversidad de la economía.
Fue entonces cuando la sociedad dirigió su mirada a los puertos y se preguntó si no sería buena idea fomentar la náutica industrial. Incluso algunos políticos empezaron a hablar de «sector estratégico» y se sacudieron su ancestral animosidad por todo lo que tuviera que ver con el mar. Parecía que, por fin, nuestros gobernantes iban a apostar por la náutica.
Pero aquello duró lo que duran las buenas ideas en el debate político. Muy poco. Porque la realidad, en el mes de enero de 2022, año segundo de la pandemia, es que la situación no sólo no ha cambiado, sino que es considerablemente peor que hade un año y medio. Por primera vez desde que existe esta publicación, una parte del subsector de la reparación, el más boyante en marzo de 2020, el único que mantuvo su actividad en los momentos más duros del confinamiento, se ha manifestado en demanda de más espacio y menos impuestos. Se siente «ahogado». Es muy difícil hacer que la náutica se movilice. Por eso hay que tomarse muy en serio que un centenar de currantes del puerto se pongan detrás de una pancarta.
La realidad –sea cuál sea la causa– es que las empresas de reparación y mantenimiento están hoy peor que en el momento en que fueron puestas como ejemplo de alternativa al turismo y de generadoras de empleo de calidad. Es cierto, y así hay que reconocerlo, que se han producido tímidos avances en el campo de la formación. Por fin se ha iniciado la obra el centro de enseñanza de Son Castelló (gracias, entre otras cosas, a la insistencia de este medio en informar sobre el estado de la reforma) y parece que está asumido que para acceder a este mercado de trabajo hay que estar mejor formado que las legiones de británicos, neozelandeses y australianos que llevan años copando la industria de refit.
Pero nadie se ha ocupado de lo principal. Y eso era evitar que tanto los clientes como las empresas emigraran a otros destinos de la Península, más baratos y donde se recibe a empresarios y armadores con alfombra roja. Y eso está pasando por las dos razones que PIMEM, con valentía y mucho tino, apuntaba con su protesta: porque los espacios del puerto de Palma están mal repartidos (no es cierto que no haya sitio) y porque no ha habido la menor voluntad de derogar, retrasar o condonar el «tasazo» con el que Baleares castiga a los empresarios y autónomos que trabajan en sus puertos.
La famosa mordida del mantenimiento no debió entra jamás en vigor, pero, una vez que ya lo había hecho, debió ser eliminada dentro de las medidas de ayuda por la COVID y de fomento de la náutica con la que todo el mundo se llenó la boca.
No es ninguna broma que, según las cifras de la patronal de autónomos, se puedan dejar de facturar 80 millones de euros este año y que más de 30 grandes yates decidan que no pasan el invierno en Mallorca porque aquí no somos capaces de gestionar el puerto con un mínimo de sentido común. Al final resultará que ni turismo ni náutica. Y ya me dirán entonces de qué pensamos vivir.