La reciente sentencia del TSJB sobre el caso Formentera Mar, una vez más y van muchas, ha puesto en evidencia la imprescindible necesidad de dotar de elementos que permitan una certidumbre jurídica en la regulación de las concesiones administrativas y figuras conexas en Baleares.
Es cierto que el legislador ha querido otorgar discrecionalidad a las decisiones de los órganos públicos que autorizan y controlan dichas concesiones. Pero no es menos cierto que, en el ámbito de Baleares, en los puertos de competencia estatal muchos de los actos vinculados con esta materia son objeto de litigiosidad, si bien tampoco los de competencia autonómica se ha salvado de ella (véase Andratx o Calanova).
¿A qué se debe esta litigiosidad? La Ley obliga a la Autoridad Portuaria a ser autosuficiente. Es decir, los recursos para acometer las inversiones necesarias en los puertos estatales (por ejemplo para asegurar la conectividad, o acoger cruceros) deben provenir de los ingresos que se generan en los propios puertos. Ello obliga a la Autoridad Portuaria a emplearse a fondo en ese menester recaudatorio.
¿Cómo lo hace? Sacando a concurso las concesiones que vencen y que no pueden ser prorrogadas, primando la mejor oferta económica por encima de otras exigencias y aplicando el mismo criterio en las concesiones que amplía o renueva el plazo. Se crea así una complicada ecuación para el concesionario, que tiene que conseguir pagar un elevado canon, dotar de los mejores servicios, ofrecer el menor plazo y tener una tarifas bajas que son tramitadas y aprobadas por la Autoridad Portuaria (si bien cabría entender que estas deberían establecerse en un régimen de libre competencia por hecho de retribuir un servicio comercial).
Otro asunto sujeto a discusión afecta a los distintos operadores que gestionan concesiones. Frente a los clubes náuticos, que son considerados asociaciones sin ánimo de lucro, las marinas son entidades mercantiles con ánimo de lucro, y por tanto son identificadas como aquellas que deben aportar los máximos ingresos a la Autoridad Portuaria. De tal modo que la náutica deportiva y especialmente las marinas (con la salvedad del Club de Mar) aportan casi el 50% de los ingresos de explotación de la APB.
Por otra parte, la necesidad de proteger la náutica social y la función de promoción de la vela hacen que el legislador y los dirigentes de la APB velen para mantener esta encomiable actividad. Para ello ponen gran parte de la carga de los ingresos por ocupación y actividad en el lado de las marinas.
Es en este escenario tan complejo donde se produce la entrada de potentes fondos de inversión, con un marcado interés especulativo más que de gestión y continuidad, que con la ayuda de reputados asesores jurídicos intentan expulsar del tablero a los clubes náuticos (véase el Club Náutico de Ibiza) para sustituirles en su posición de concesionarios.
Las marinas tampoco se salvan de esta amenaza. Hay que señalar que la mayoría de concesiones que se han licitado no las ha vuelto a ganar el concesionario original, sino que nuevos operadores dotados de gran capacidad económica han sido los adjudicatarios. Esta situación ha provocado que algún nuevo operador constituido ex profeso para un concurso haya presentado ofertas temerarias en inversión, canon y plazo, acumulando importantes deudas con la APB y obligando a ésta a rescatar la concesión tras la extinción de la sociedad.
Con todo ello, gran parte de los concursos han terminado en contenciosos entre los licitadores, los que están y los que pretenden estar. También las ampliaciones de plazo han sido objeto de ataques por parte de grupos económicos interesados en expulsar a los actuales operadores para situarse ellos, incluso algunos parapetados detrás de grupos de interés social y medioambiental.
Parece claro que algo está fallando en el diseño de las reglas de juego cuando se alcanzan unos niveles de litigiosidad tan elevados. Si el recurso a los tribunales de Justicia se convierte en la norma de actuación para una mayoría de operadores significa que es el momento de repensar el sistema.