Una regata de Optimist debe equivaler a un vertido de un petrolero para los nauticofóbicos. Fotografía: Laura G. Guerra
Reconozco que, a pesar de los muchos años que llevamos editando esta públicación (el pasado 1 de julio celebramos nuestro 23º aniversario), nunca ha dejado de sorprenderme la falta de conocimiento generalizada sobre todo lo relacionado con el mar. No hay termino medio: o se es de este mundillo y, por lo tanto, se dispone de información precisa sobre lo que significa y representa para la sociedad, o, por el contrario, se ignora y se prejuzga todo. En parte, nacimos para dar esta batalla –y lo hacemos siempre que tenemos ocasión de dirigirnos a una audiencia más amplia–, pero no les puedo ocultar que con el tiempo he ido perdiendo la esperanza de que la náutica alcance algún día el reconocimiento social que le corresponde. Y no porque las buenas gentes de la mar y una gran parte del sector no lo hayan intentado, sino por la sencilla razón de que los receptores del mensaje no están dispuestos a renunciar a sus atávicos recelos.
Más que indignación, me produjo un gran sentimiento de tristeza comprobar que los organizadores de las movilizaciones contra el modelo económico actual en Baleares –basado en el turismo– anhelan un futuro en el que «ja no hi haurà pus regates». ¿Qué tendrá que ver el deporte de la vela, una tradición marítima que en Mallorca se remonta al siglo XIX, con la pretendida masificación turística? Obviamente, nada, no hay por dónde cogerlo, pero ahí estuvo durante días el vídeo con esta consigna, circulando masivamente por WhatsApp y las redes sociales, y siendo elogiado en uno de los medios generalistas de mayor difusión en nuestras Islas, que lo calificó de «emotivo», a pesar de que era de una cutrez sonrojante.
A mucha gente esto le parecerá anecdótico, pero creánme que no lo es. Significa que una parte de la sociedad –la más combativa y radicalizada, la que marca el compás de actualidad, aunque represente a una minoría– tiene grabada a fuego la idea de que las actividades náuticas, incluso algo tan inocuo para el medio ambiente como competir navegando a vela, son perjudiciales y hay que acabar con ellas. Y, lo que es peor, tiene la capacidad de permear a muchas personas que, sin ser necesariamente radicales, no tienen tiempo ni ganas ni interés en conocer la realidad, ya sea porque el mar no forma parte de su mundo o porque han decidido no ofrecer resistencia a la propaganda. O sea, la mayoría.
En un mundo normal, un debate sobre algo tan importante como el cambio del modelo económico de una comunidad formada por más de un millón de habitantes se afrontaría con rigor y templanza, y se dejaría en manos de las mentes mejor preparadas, no de activistas de 15 años que aspiran a hacer de la protesta su modo de vida. Se miraría al sector náutico como un aliado, como un complemento de solvencia contrastada al monocultivo del turismo de sol y playa, no como un enemigo a batir. Pero, por desgracia, quienes agitan a las masas no están por la labor de resolver nada. Actúan por razones políticas y para ello no les hace falta valerse de argumentos; les bastan unos cuantos eslóganes trasnochados, fruto de su ignorancia y cortedad de miras, para convertirse en el centro de atención y seguir alimentando el viejo estigma que identifica barco con riqueza y depredación. Falso, claro, pero siempre en portada.