El primer barco de vela lo construyeron los egipcios hace 5.000 años. Fue uno de los inventos más influyentes en la historia de la humanidad. Las batallas navales hasta el siglo XX se libraron a vela y las mercancías se trasladaron durante esos casi cinco milenios en barcos propulsados por el viento. La energía eólica tiene tantos años como la civilización y en la mar ha seguido vigente gracias a que unos holandeses del siglo XVI descubrieron que navegar podía ser un placer. En 1720 se creó el primer club náutico en Cork (Irlanda) y a finales del XIX, en 1891, la náutica de recreo fructificó en Baleares con la fundación del Club de Regatas, germen del Náutico de Palma y origen del que hoy dicen es el sector económico con mayor proyección de las Islas.
En la era de la “sostenibilidad”, esa palabra pegada al hocico de dirigentes políticos y empresarios de los más diversos pelajes, supone una anomalía difícilmente explicable que los barcos de vela no estén protegidos por la ley y que en un país como España, con sus tropecientos kilómetros de costa, la enseñanza del arte de navegar no forme parte del currículo escolar.
Los ecologistas suspiran por el desarrollo de motores eléctricos movidos con energía solar (lo cual está muy bien) y, sin embargo, nada o muy poco dicen de la ancestral propulsión eólica. Asumo el riesgo de equivocarme, pero no recuerdo haber visto jamás una campaña institucional o de alguna de las grandes organizaciones conservacionistas fomentando la vela.
Es más: la aversión del ecologismo militante por los puertos deportivos y la náutica de recreo hace cada vez más complicado que sobrevivan los barcos de vela de un cierto porte (no hablo de grandes yates, sino de veleros a partir de seis metros, con quilla y aparejo no plegable), que como todo el mundo sabe no son operativos sin un puesto de atraque en el agua. Sin puertos ni ampliaciones no puede haber nuevos amarres, y sin nuevos amarres no se puede renovar la flota de barcos de vela, que son los únicos 100% sostenibles. Los últimos datos facilitados por la Asociación de Empresas Náuticas (ANEN) son elocuentes: sólo un 9% de las ventas corresponden a barcos de vela. Y casi todos son de chárter.
No logro comprender cómo nadie ha reparado en este dato alarmante ni que hoy todo sean felicitaciones al Govern balear (o en el mejor de los casos, indiferencia) por haber aprobado un plan de puertos que prohíbe “expresamente” la construcción de nuevas instalaciones, e incluso la ampliación de las ya existentes.
Las fórmulas mágicas que nos propone Ports IB para resolver la demanda de amarres, como quien acaba de descubrir la pólvora, son las “marinas secas” y las “rampas de varada”, o lo que viene a ser lo mismo, que todos los barcos que hoy carecen de amarre sean motoras, a poder ser lanchas con un fueraborda a partir de 50 CV susceptibles de ser guardadas en una estantería o trasladadas en un remolque.
En resumen: los políticos que se llenan la boca con el cambio climático, la sostenibilidad, la posidonia, las huellas de carbono y la agenda 2030 son los mismos que fomentan el desarrollo de la náutica de recreo a base de quemar combustibles fósiles mientras aguardamos el advenimiento de un barco solar que no vaya para atrás cuando le soplan más de diez nudos por la proa. Es lo que tiene la religión ecoló, incapaz de someter sus dogmas ("puertos deportivos no, gracias") al principio de contradicción.