Espíritu guardián de las aguas (1878), de Odilon Redon (1840-1916). Carboncillo sobre papel, 46,6 x 37,6 cm. The Art Institute of Chicago (EEUU).
Aquellos que hemos llegado a las puertas de la vejez sin dios ni rey ni amo sentimos, en ocasiones, una incómoda soledad. Si caminar a solas, privados del manto protector de un poder superior en el que guarecernos, nos ha resultado difícil en los dos primeros tercios de la vida, no queremos ni imaginar lo que se nos viene encima a partir de ahora, cuando las fuerzas menguan y todo tiempo pasado parece mejor.
Alguien tenía que decir que detrás de cada descreído hay un buscador, un ser humano sin certezas que necesita desesperadamente poner sus asuntos en manos de alguien (o algo) y descansar. Alguien tenía que decir que somos agnósticos, pero no tontos; que queremos creer, pero que no nos sale. Y así se nos va pasando la vida: picoteando de aquí y de allá y sin que nada acabe de convencernos. Conocemos demasiado bien el cristianismo como para tragárnoslo, el budismo nos parece colorista e infantil, el judaísmo es más enrevesado que los sonetos de Góngora y tenemos cincuenta y muchos años y seguimos huérfanos.
Pero un día aparece un dibujo de Odilon Redon y el camino hacia la fe, por el que hasta entonces avanzábamos a trompicones, se allana porque entendemos que es la propia vida la que nos protege.
Escudriñamos esos enormes ojos que observan con curiosidad la pequeña embarcación a vela y sabemos que nos miran con bondad. Los labios entreabiertos, la nariz que ha conocido algunas veladas de boxeo, el abundantísimo cabello peinado hacia delante, las orejitas discretas no nos resultan ajenos, no son las de un ser lejano, inalcanzable. Nos fijamos en que unas alas diminutas sostienen la cabeza omnisciente y que de ella irradia una aureola de energía benéfica, un círculo mágico en el que nada malo puede suceder. Y nos convertimos en panteístas. Decidimos que el éter está poblado de criaturas tutelares que, muy lejos de considerar a los seres humanos parásitos que se están cargando el planeta, sienten fascinación por nuestras andanzas.
El pintor francés Odilon Redon caminó solo porque era muy raro. No pudo adscribirse al movimiento de moda, el impresionismo: sentía que su imaginación era más fecunda y exuberante que las orillas del Sena o los cafés de París. En los años de la pintura en plein air y de la exaltación del color, Redon solo emplea el negro –«el más honesto de los colores»– y explora lo oculto, el misterio, la oscuridad, lo velado. Es uno de esos artistas que transitan los bordes del arte, como William Blake.
Ahora nos parece normal que la mente elabore y excrete todo tipo de contenidos, pero en el siglo XIX todavía se concebía al hombre como un ser racional, sin capas. Por ello, la sacudida que supuso la publicación en 1889 de La interpretación de los sueños, de Sigmund Freud, provocó innumerables latigazos cervicales en la comunidad científica. Por primera vez en la historia, tuvimos que asumir que nuestros cerebros tienen forma de iceberg y que no podemos acceder a la mayor parte de nuestra mente, sumergida y poderosa. Freud nos enseñó que reprimimos nuestros impulsos y deseos, que somos maravillosos y siniestros, y que durante el sueño, cuando relajamos la guardia, los monstruos que encerramos en el armario salen de paseo.
Odilon Redon no conocía a Freud al principio de su carrera, pero leía a Poe, investigaba los mitos, estudiaba botánica y zoología, admiraba a Goya. Introdujo todos esos ingredientes en la caldera de su mente y de ella brotaron arañas sonrientes, cíclopes en globo, cabezas cortadas, flores antropomórficas. «Solo creo en lo que no veo», decía.
A los cincuenta años la obra de Redon se llena sorpresivamente de colores saturados y brillantes. Algunos estudiosos han atribuido el cambio a un despertar religioso, pero yo siento que él siempre supo que la vida está repleta de ecos de un principio superior. Es cierto que son mensajes sutiles, confusos a veces, pero calman la sed de los que hemos vivido demasiado tiempo sin dios ni amo.
La araña sonriente (1881) es un ser híbrido. Odilon Redon humaniza al monstruo -dientecillos que asoman, ojos redondos, sonrisa maliciosa- y desconcierta con ello al espectador. Se puede contemplar en el Musée d’Orsay, en París.
En la segunda parte de su carrera, el maestro del blanco y negro llenó sus cuadros de colores, como en esta impresionante Muerte de Buda, de 1899. Durante toda su vida, Odilon Redon se interesó por los textos sagrados del hinduismo y el budismo.
Sigmund Freud y Carl Gustav Jung en Nueva York, adonde fueron invitados a pronunciar una serie de conferencias. Cuentan que, tras la larga travesía en barco, ambos subieron a cubierta para ver la Estatua de la Libertad y el perfil de la ciudad. Fue entonces cuando Freud musitó: “Si supieran que les traemos la peste…”
William Blake (1757-1827) fue otro de los outsiders del arte. Pintor y poeta, tuvo visiones desde la infancia. La imaginación, “inmortal, eterna e inagotable”, fue el motor de su carrera artística.