Retrato de Antonio Barceló de 1848 (autor anónimo) exhibido en el Salón de Plenos del Ayuntamiento de Palma.
El capitán de navío Javier Núñez de Prado, jefe del sector naval de Baleares, ofreció ayer, en la sede del Real Club Náutico de Palma, una charla sobre “Barceló y la Marina de la Ilustación”. La semblanza puso de manifiesto la gran relevancia de este navegante y militar mallorquín, el más popular del siglo XVIII, época en la que España contaba con una de las flotas de guerra más poderosas del mundo para defender sus posesiones de ultramar del acoso de Gran Bretaña y las costas del Mediterráneo de la amenaza berberisca.
Antonio Barceló y Pont de la Terra, el más ilustre de los marinos que ha dado Baleares -con el permiso del gran cartógrafo Felipe Bauzá y del navegante de la Edad Media Jaume Ferrer-, es quizás uno de los símbolos más elocuentes de la meritocracia en España. De extracción humilde, empezó como aprendiz de la mar junto a su padre a bordo del jabeque que tenía la concesión del correo entre Mallorca y Barcelona, y terminó ascendido a teniente general de la Armada en atención a los méritos contraídos en las guerras contra la piratería berberisca y imperio británico.
No era una persona físicamente agraciada, y a ello se le acabó añadiendo una terrible herida de bala que le desfiguró el rostro, pero sus dotes de mando, su audaz valentía y el buen trato que dispensaba a sus subordinados convirtieron a este mallorquín del barrio palmesano del Puig de San Pere en leyenda de la mar y en el militar más querido por el pueblo durante los largos años del siglo XVIII en que prestó servicio a la corona española.
En Mallorca se le conoce como ‘El Capità Toni’ y en Cádiz se sigue utilizando en los círculos marineros la expresión “ser más valiente que Barceló”. Una coplilla andaluza loa su arrojo dando por sentado que “si el Rey de España tuviera cuatro como Barceló, Gibraltar fuera de España, que de los ingleses no”.
La envidia, pecado español por antonomasia, lo convirtió en objeto de intrigas y conspiraciones por parte de la aristocracia de la Armada. Se le criticaba que apenas supiera escribir su nombre (algo sin duda exagerado) y se le acusaba de no haber pasado por la escuela Real de la Marina.
Barceló, según constata su biógrafo, el contralmirante Carlos Martínez Valverde, no tuvo muchos amigos entre los jefes de la Armada y la nobleza española, pero, a cambio, gozó siempre del favor de la corona, en especial del Carlos III, su gran admirador, valedor y protector.
En cierta ocasión le dijo Barceló al gran monarca ilustrado que el mero izado de su estandarte sembraba el terror entre los piratas del Norte de África, a lo que el Rey respondió: “No es a mí a quien temen, sino a vos”. A renglón seguido le emplazó a abandonar la corte lo más pronto posible, no fueran a enterarse los berberiscos de que el ‘Capità Toni’ se encontraba ausente del mando de sus naves y, en consecuencia, se hallaban desprotegidas las costas de Baleares y el levante peninsular.
Antonio Barceló adquirió una gran pericia marinera desde muy joven, cuando tuvo que hacerse cargo del pilotaje del jabeque correo de su padre. Su acceso a la Armada, con el cargo de alférez de fragata sin derecho a uniforme ni sueldo, se produjo tras repeler la agresión de dos galeotas argelinas. Este hecho fundacional del mito del ‘Capità Toni’ se produjo en 1738 y quedó plasmado en una magnífica pintura del siglo XIX, obra de Ángel Cortellini y Sánchez, que puede admirarse en el Museo Nadal de Madrid.
Desde entonces, y hasta casi su muerte en 1797, a la edad de 80 años, Barceló participó en las dos expediciones de Árgel y en el sitio de Gibraltar, además de en innumerables batallas navales en la guerra contra el corso berberisco, demostrando siempre que su instinto guerrero y su sentido común a la hora de aplicar la estrategia eran notablemente superiores a los de quienes se burlaban de su falta de formación académica.
El Capità Toni no era sólo un hombre de arrojo sin parangón; lo sabía todo sobre la mar y los barcos (especialmente los ligeros jabeques con velas latinas preparadas para la navegación en ceñida) y leía con lucidez innata las circunstancias concretas de cada batalla.
Entre sus aportaciones más reconocidas está la invención de la lancha cañoneras ligera, una pequeña embarcación de no más de 14 metros con la que las fuerzas españolas, protegidas por la oscuridad de la noche, pudieron aproximarse a la costa y castigar las defensas de las plazas de Argel y Gibraltar. Los ingleses se mofaron al verlas desde sus fortalezas, pero se les fue pronto la risa en cuanto cayó el crepúsculo.
El politiqueo y las intrigas palaciegas acabaron, sin embargo, haciendo mella en la carrera de militar de Barceló, que pasó los últimos años de su vida en su casa del Puig de Sant Pere, alejado del tronar de los cañones que lo habían dejado medio sordo.
Pidió ser enterrado en la capilla de Santa Cruz junto a su esposa. Allí permanecen sus restos, en una cripta inaccesible.