El espejo del mar: la ética marinera de Joseph Conrad

Todos los amantes de la náutica deberían tener “El espejo del mar” como libro de cabecera. La prosa del escritor polaco es “densa y transparente a la vez, impostada y fantasmal”, en palabras de su traductor, Javier Marías

De entre las muchas razones por las debe leerse El espejo del mar, de Joseph Conrad, la más poderosa es sin duda la calidad de su prosa, que en este caso no pretende compensar la ausencia de sustancia, sino todo lo contrario: servir a la precisión milimétrica de lo narrado, como si cada palabra fuese el producto de una cuidada destilación.

Es esta una obra a la que puede acudir a deleitarse cualquier amante de la lectura, con independencia de si es o no un apasionado de la mar. Lo más probable es que, una vez concluida la experiencia, el lego en náutica sienta el deseo de profundizar en el conocimiento de la mar y sus gentes, un apetito que bien podrán ayudar a saciar otras obras del escritor polaco. Lean a Conrad, desde su gigantesca novela El corazón de las tinieblas (inspiradora de la película Apocalipsis now, de Francis Ford Copola) hasta la densa Lord Jim, pasando por Nostromo o la menos conocida pero magnífica La línea de sombra.

Pero no nos desviemos. Centrémonos en El espejo del mar, el libro que hoy recomendamos a los lectores de Gaceta Náutica y que, de entrada, no sabemos muy bien cómo calificar, porque no es una obra de narrativa ni un ensayo ni una autobiografía, aunque contenga trazas de todos estos géneros.

Digamos que es el proyecto literario en el que Conrad, nacido en la ciudad polaca de Berdyczów (hoy Ucrania) en 1857 y fallecido en Bishopsbourne (Inglaterra) en 1924, plasmó su fascinación por el mar con la indisimulada nostalgia de un viejo marino que había vivido el tránsito traumático de la vela al vapor, y a la vez con la erudición de un escritor colosal que fue capaz de elevar una lengua extranjera para él -el inglés- a sus más altas cotas de belleza.

El espejo del mar no se concibió con el ánimo de ser una obra capital, sino, según señala el crítico Juan Gabriel Vásquez, como una serie de “piezas menores”. Fue compuesto en una época difícil para Conrad, tras el fracaso de su obra teatral One day more y en pleno proceso de elaboración de la novela Nostromo.

Los “artículos” que conforman el Espejo del mar no pretendieron ser para el autor más que una forma de evasión a través de la evocación de su propia vida marítima. Él mismo se refirió en su momento al tono relajado en que fue escrito el libro, “como si le hablara a un viejo amigo”. Ello no es óbice para que, según nos recuerda Juan Benet en el prólogo de la edición española de 2005, “no haya una sola página de estilo menor”.

Josep Conrad establece un símil entre su manera de entender la vida a bordo y la escritura, que ejerció con idéntica actitud. El amor por el oficio -cualquiera de los dos- estuvo siempre por encima de la gloria y el éxito. Ese compromiso hace que El espejo del mar sea una obra especial y constituya un objeto de aprecio entre muchos literatos que han seguido la estela o las enseñanzas del autor de El corazón de las tinieblas y que bien podrían considerarse herederos de su ética literaria.

Los últimos marinos mercantes de los veleros asistieron al derrumbe de un mundo que conectaba el arte de la navegación con la antigüedad. Conrad percibe en ese cambio un “endurecimiento del corazón de la humanidad en el proceso de su propia perfeccionabilidad”. Los modernos (en aquel tiempo) buques de vapor avanzan con un ritmo “machacón y denso” y un sonido que anuncia un “futuro inevitable”, en contraste con “la silenciosa maquinaria de un velero”, capaz de captar “la fuerza y la voz salvaje y exultante del alma del mundo”. 

Conrad escribe El espejo del mar cuando ya hace muchos años que ha dejado de navegar y, de algún modo, busca la complicidad de un lector afín -ese amigo paciente al que él mismo alude- que comparta su amor por la vida y las palabras; un lector dispuesto a tomarse el tiempo necesario para gozar de cada pasaje, de pararse a comprender el significado a veces complejo pero siempre bello y exacto del lenguaje marinero.

Al placer de la lectura de esta pequeña obra maestra contribuye, desde luego, la cuidadísima traducción del escritor Javier Marías, quien en el prólogo de la edición de 1988 nos recuerda que, a pesar de que Conrad no aprendió la lengua en que escribía hasta los 20 años, su prosa “es una de las más precisas, elaboradas y perfectas de la literatura inglesa”, aunque también la menos inglesa: “Su serpenteante sintaxis no tiene apenas precedentes en este idioma, y, unida a la meticulosa elección de los términos  -en muchos casos arcaísmos, palabras o expresiones en desuso, variaciones dialectales, y a veces acuñaciones propias-, convierte el inglés de Conrad en una lengua extraña, densa y transparente a la vez, impostada y fantasmal”.

Todas estas características distintivas del estilo conradiano se perciben en la excelente versión española, revisada por el propio Marías en 2005, aunque todas las apreciaciones de este texto se hayan hecho a partir de la de 1988, que a quien esto suscribe se le antojaba insuperable.

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