Mikel es su actual capitán, un vasco recio, de mirada profunda y azul que buscó y encontró en el mar su particular paraíso. No podía existir en el océano un capitán más acorde a ese barco. Nuria, una catalana global, es tan mágica como lo ha sido su vida, apasionada e intensa. Lógicamente, de esta simbiosis triple, vasco-catalana-barco, no podía sino surgir una generación de marineros como la actual, formada por Iñaki y Sara, que nacieron en el barco de parto natural.
A bordo se criaron y allí vivieron una infancia diferente, entre cabos y velas, entre libros de estudio y de aventuras marineras, heredando finalmente la mirada azul de su padre, la magia de su madre y el carisma noble de su barco. Sin ellos, sin esa familia diferente a todas, el Rafael Verdera se hubiera perdido, como tantos otros barcos similares.
Hoy, con 175 años de largas singladuras en su quilla, el Rafael Verdera sigue activo, buscando ballenas en el Mar de Liguria o llevando turistas una tarde soleada a bañarse en las aguas cristalinas del Cap Enderrocat. El Rafael Verdera vive ahora entre bodas, fiestas, salidas científicas, turistas y visitas de colegios.
Nunca un barco pudo soñar, si es que sueñan los barcos, con una vida tan larga, plena y magnífica. Tras cientos de miles de millas trasportando sal, pasaje, cemento o ganado, el Rafael Verdera trasporta gente que sonríe contantemente, gente que disfruta del agua y el sol, del crepitar suave de las velas, de las noches calurosas del verano del Paseo Marítimo, de los delfines de la bahía o de las risas de los niños, unas risas que sin duda se filtran por entre las tablas para penetrar en el corazón del barco. Porque los barcos, eso seguro, tienen corazón.
Toda esa magia, toda esa vida y esa sonrisa que emana el barco, sólo es posibles si se vive en una comunión de voluntades, sin propiedad, sin gritos y sin distinciones falseadas. En el Rafael Verdera resulta imposible distinguir quien es el dueño de quien.
Incluso, en ocasiones, se percibe que quien manda allí es en realidad el viento y la corriente, las estrellas y el barco. Sus cuatro tripulantes, su familia, se limita simplemente a escuchar en silencio respetuoso unas señales apenas perceptibles. Sólo así, si el sonido secreto de las cosas es acorde al de las personas que lo visitan, el Rafael Verdera zarpa con ellos, lento, deslizándose sin prisas como lo hizo seguramente en su primera singladura en abril de 1841, al ritmo natural de los humanos que saben con qué madera se moldean y se transforman niños en adultos, o barcos en niños.