El combativo Temerario camino de su último fondeadero (1838). J. M. William Turner. Óleo sobre lienzo. The National Gallery.
Mirad el velero de tres palos con las velas recogidas que se desliza, espectralmente blanco, hacia nosotros: es el Temerario, un navío que había participado en la batalla de Trafalgar en 1805 y cuya última singladura tiene lugar ante nuestros ojos. Estamos en1838, han pasado treinta años de aquella jornada gloriosa (para los británicos, claro), y Turner capta el momento en el que un remolcador —negro, de afilada proa, con su orgulloso penacho de humo— tira del velero que, mansamente, se deja conducir hacia el desguace. De hecho, el pintor omite los cabos de arrastre porque quiere potenciar la sensación de sacrificio, como si el navío acudiera de manera voluntaria a su destino.
Fijaos cómo Turner ha realzado los perfiles del viejo navío en tonos dorados para que el espectador rememore las glorias pasadas que aún perviven en su casco. Sabe que en nuestro paradigma cultural descodificamos el dorado como belleza, nobleza o santidad. El contraste entre el alto velero blanco y el ancho remolcador negro tampoco es casual. El mismo año en el que el Temerario fue desguazado, 1838, un buque de vapor inauguró la primera línea transatlántica entre Bristol y Nueva York. Era un cambio de época: el crujir del maderamen y el aleteo del viento hinchando las velas daba paso al carbón, cuyo humo oscurecía las ciudades y manchaba el cielo. Lo nuevo aparta a lo viejo de forma despiadada. El principesco navío sucumbe ante la potencia del plebeyo remolcador. Es la tragedia del progreso.
El encuentro de James Bond y Q en Skyfall (2012) tiene lugar frente a El combativo Temerario en la National Gallery de Londres. Allí donde Q aprecia melancolía e indiferencia por los gloriosos combatientes de antaño, Bond solo ve “a bloody big ship”.
Obviamente, este drama épico no podía desarrollarse a pleno sol, necesitaba un ocaso que redondeara la metáfora, y es en el cielo, en la atmósfera ocre de la última hora del día, donde el Turner paisajista despliega su exquisita técnica. Amarillos, rojos, azules, arañazos dorados que viran al gris plateado, blancos y malvas en diferentes variaciones, y un tratamiento de la pincelada que anuncia el Impresionismo, consiguen un efecto hipnótico. El espectador que visita la National Gallery, plantado frente al cuadro, ve más cosas que las que aparecen pintadas, se deja envolver por una melancolía que parece emanar de la propia tela.
Deteneos en el reflejo de los barcos, ¿cómo consigue Turner conmovernos? ¿Quizás por la placidez y la quietud de las aguas? ¿Quizás por esas diminutas crestas de espuma que levanta el remolcador? ¿O es tal vez la composición en diagonal, que vacía de figuras el centro del cuadro para que tengamos la sensación de que el Temerario avanza hacia nosotros, que pronto pasará a nuestro lado?
Turner (Timothy Spall) trabaja en El combativo Temerario en una escena de la película que recrea la vida del artista, Mr. Turner (2014), dirigida por el cineasta británico Mike Leigh.
No se puede ver a Dios directamente, pero a veces sentimos su presencia a través de la naturaleza, o del arte, o de la naturaleza en el arte. Dios está en este cuadro, está en el azul profundo del horizonte y en la delicadeza de las veladuras amarillas, está en el recordatorio de la impermanencia de todo aquello que hoy nos parece tan vivo, casi eterno. El Temerario va a ser desmantelado, como también lo será, en su momento, el moderno remolcador. Solamente la pequeña y traslúcida esfera blanca, a la derecha del lienzo, seguirá girando impasible cuando nosotros nos hayamos ido.
El grabador James T. Wilmore “corrigió” algunas de las licencias artísticas de Turner para gran enfado de este último. En la ilustración se aprecia que la chimenea y el mástil delantero del remolcador han regresado a su posición original.