Llevamos un mes de reducción de las reglas de confinamiento. El 11 de mayo fue para muchos una oportunidad de conseguir una catarsis: salir de los 1.000 metros preceptivos, sentarse en una terraza, ver pasar a enmascarados. Era algo nuevo, lo más atractivo de la libertad readquirida, que bajo ciertos límites compensaba todo ese circo profiláctico de horarios, distancias, cohabitaciones y municipios que nos salvaría de la amenaza vírica. Podíamos salir del cautiverio, los horarios permitidos eran amplios y el premio suntuoso: pasear, ver cambiar el paisaje ciudadano en vez de seguir con la misma vista desde el balcón o la ventana durante cuarenta y pico de días.
Las terrazas que abrieron, troncada su ocupación por seguridad, fueron llenándose y aceptando clientes que disfrutaban una de las mejores cañas, vinos, coca colas o gin tonic a recordar. Se confirmaba el dejar atrás un período de miedo e incertidumbre para volver a disfrutar, de a poco, lo que nos había quitado el virus.
Hablé con gente que conozco: mallorquines (incluido mi yerno), españoles, guiris, y todos coincidieron en lo bien que había estado salir, pero el verse controlados en las terrazas, respetar las distancias y el aspecto de paramédicos de quienes atendían no les permitía llegar a esa catarsis tan ansiada de “volver a disfrutar como antes”.
Los menos me comentaron que les parecía un poco friki estar bebiéndose una caña cuando todavía los hospitales tenían una alta ocupación de enfermos de virus, las muertes diarias seguían, cada día había mas desocupados, y el gobierno seguía extendiendo el estado de alarma y prometía ayudas que no llegaban mientras los partidos políticos se tiraban los trastos uno a otro en publico y en privado, lo que no da mucha esperanza para poder lidiar, eficientemente, con lo que se viene. Me lo contaban con el tipo de tristeza que deja la muerte de una mascota, que aunque es posible sobreponerse a ello, arrastra por mucho tiempo esa sensación de vacío que nunca se irá del todo.
Poder controlar las embarcaciones, y luego navegar con limitaciones, fue un logro de las asociaciones de navegantes, capitaneadas por ANAVRE y quienes le apoyaron desde toda España, inclusive ANEN desde la industria. Marina Mercante hizo lo que pudo, y las pobres Capitanías y delegaciones de Guardia Civil se las rebuscaron para comprender lo que les decían desde arriba, difícil de interpretar y siempre contradictorio. Nuevamente salieron las asociaciones al ruedo y se consiguió un consenso algo débil pero homogéneo.
Comenzamos un anticlímax que solo podremos superar cayéndonos hacia adelante. Esto no pueden llevarlo a cabo algunos, debe hacerlo la mayoría, y va mucho mas allá de aguantar lo propio. Mucha gente nos necesita, y pequeños actos de solidaridad significarán enormes diferencias para ellos. Se puede invitar una familia a un picnic. Se puede dar trabajo por unas horas, se puede leer historias a los niños y a los viejos (paso de eufemismos políticamente correctos), se puede hacer de canguro a alguien que haya conseguido un curro para ir tirando. Se puede ser voluntario en cantidad de grupos de ayuda, por ejemplo ayudar a cocinar aquellos platos que son “nuestra especialidad”. Johnny Moloney, chef de Can Eduardo, y Yachting Gives Back (La Náutica Devuelve, una asociación guiri de empresas y yates) cocinan todos los días para Comedor Tardor, donando mucha de la materia prima. Llevan entregadas miles de comidas desde abril. Lo mas difícil para conseguir esto, como siempre, es dar el primer paso. Hay que darlo para crear una diferencia y aumentar la esperanza nuestra y ajena. Allí sí que llegaremos a la catarsis.