Quienes navegamos o a quienes nos gusta la geografía tenemos la bóveda celeste allí, casi todo el tiempo, día y noche. Sólo las nubes y su pequeña prima cercana, la niebla, nos lo ponen difícil con ella. La astronomía, esa ciencia no exacta llena de precisiones y exactitudes, nos permite navegar astronómicamente y conocer nuestra posición en el globo terrestre mediante la observación de los cuerpos celestes y la medición de sus posiciones.
¿Para qué? ¿Para qué nos vamos a complicar la vida usando el sextante y haciendo cálculos cuando un GPS, un plotter o el mismo móvil con una app de navegación nos pueden dar la posición mucho más rápida y precisamente que las rectas dibujadas en una carta? La respuesta está en utilizar métodos y conocimientos milenarios, arcanos náuticos, conocer el proceso y su historia, emular las navegaciones de antaño y sus limitaciones, ser un Robinson Crusoe en nuestro propio barco, depender de poco o casi nada. La sensación es semejante a la de navegar a vela, siendo el secreto la humildad socrática del navegante que no domina sino aprovecha cada condición del mar sin pretender llegar a ningún límite. Así viento, corrientes, nieblas y oleajes nos invitan a compartir su reino y sentirnos parte, y de vez en cuando nos hacen recordar quién es el que manda.
Los astros se manifiestan diferentes: hay que saber leerlos. Un viento de través se siente en las orejas, las olas en la proa o el pantoque, pero la meridiana hay que currársela, compensar rolido y cabeceo con el cuerpo y tangentear el sol hasta que deje de subir. Así de simple, si se sabe hacer. Con ese dato y la declinación del sol (almanaque náutico) sabremos en qué latitud estamos. Así se navegó durante centurias, mientras se buscaba el método de poder medir el tiempo de manera precisa. La meridiana nos indica nuestra posición en un eje Norte-Sur.
Conocer la hora exacta permitiría calcular la ubicación en el eje Este-Oeste. ¿Cómo? Sabiendo cuando pasaba el sol (o un astro) por un punto conocido (un observatorio, un faro, un monumento) y observando su paso por nuestra posición, podríamos calcular a cuantas horas estábamos de ese punto conocido. Conocer la posición significaba, sobre todo en el Mediterráneo, poder corregir el rumbo y llegar antes a los mercados en destino a fin de obtener mejores precios, y hacer una navegación más segura (numerosos son los pecios encontrados con ánforas de vino o aceite). Todavía hoy esa tradición donde el primero se beneficia se practica, por ejemplo en los Países Bajos, donde en el puerto pesquero de Scheveningen, el primer buque en llegar con el arenque joven vende la pieza a 5 euros, cuando un par de semanas después el precio baja a 1 euro.
Pero volvamos a la navegación astronómica: el persa Abd ar-Rahman Al-Sufi (903-986) compaginó el libro de las constelaciones en el siglo II, y mientras Europa iba perdiendo sus obras científicas y artísticas que terminaban en hogueras católicas purificadoras de la fe impuesta, nacía el Almagesto, nombre árabe del tratado astronómico Hè megalè syntaxis, escrito también en el siglo II por Claudio Ptolomeo de Alejandría, y donde figuraban catalogadas 1.028 estrellas.
Este tratado fue traducido y adoptado por Europa, y es por ello por lo que hay tantas estrellas que desde hace 1.800 años no han cambiado sus nombres árabes. Chinos, incas, hindúes, noruegos, babilonios y otras muchas culturas hicieron sus observaciones, crearon sus constelaciones y vivieron basándose en los ciclos astrales. Nosotros, navegantes amantes de lo clásico, somos capaces todavía de navegar utilizando esta ciencia y de contar historias interesantes sobre ella.