Desperté después de haberme adormecido mientras leía a Ruiz Zafón. Había aprovechado la mañana temprana de otoño para caminar un par de horas por algunas de las calles de Barcelona que menciona en sus novelas. La zarpada fue hace unas seis horas y el rolido casi imperceptible junto a la monótona vibración de los motores del buque produce en alguno de nosotros un efecto hipnótico aumentado por la ausencia de un horizonte definido.
Había decidido a último momento dar el salto a Barcelona en ferry para asistir a una reunión que, si bien prefería no perder, no merecía el gasto del viaje en avión. Salí de ese dormitar incómodo por tener que adoptar posiciones a las que el cuerpo no termina de acostumbrarse, y llevar puesta la ropa del día anterior cuando el cansancio o la noche nos pilla en ferrys, aviones o largos viajes en coche.
Encontré a mi alrededor una realidad que era una penumbra densa y bastante sofocante donde decenas de cuerpos yacían, la mayoría inertes, en butacas y en los pasillos en posiciones casi macabras. Caminé con cuidado ganando de a poco el equilibrio afectado por el reciente despertar, la poca luz y la imposibilidad de caminar en línea recta sorteando cabezas, pies y niños completos en posición fetal.
Salí a la cubierta de babor y sin necesidad de ajustar mucho la mirada vi las luces. Eran color ámbar, y estaban distribuidas de manera homogénea. La perspectiva indicaba que las luces eran fijas, así que descarté que pudiera ser una flota de pesqueros: eran luces de la costa. Un destello blanco llamó mi atención hacia proa. Otro, más fuerte, se repetía persistente como parte de un grupo de ellos.
La mano del hombre me hablaba en un idioma que conozco, desde un mar y una costa que creemos, inocentemente, dominar. Es un idioma visual y no tiene voz ni escritura, la interpretación de puntos notables en el mar y en la costa que permiten asociarlos con símbolos en la carta náutica. Sin embargo, es un idioma que no se olvida una vez que se ha aprendido, vivido y dependido de él, y al que agradezco haber venerado y disfrutado su uso en una época donde la observación, la interpretación y el cálculo lo hacía el navegante y no un satélite a 20.000 km de altura o un radar de última generación con repetidor en la tablet.
En 40 años hemos pasado de ser casi druidas, virtualmente autosuficientes cuando navegábamos, a depender de la tecnología, de esa falsa seguridad que suplanta la experiencia y el sexto sentido, de saber interpretar una luz ocasionalmente bajo el horizonte a depender del ajuste automático de un AIS. La navegación, todavía mucho más arte que ciencia, siempre ha estado más cerca del arcano que de la fórmula o la geometría. No solo la sensación sino la seguridad de saber dónde me encontraba, el placer de haber interpretado el mensaje de los destellos, de reconocer ese faro que tantas veces me hizo sentir seguro, generó un pequeño chute de adrenalina que completó mi despertar. Me siento cómodo en la mar, quizás porque sabiendo que nunca podré dominarla, me permite temerla y disfrutarlea al mismo tiempo y siempre plenamente. Soy un afortunado miembro de su prole. Lo seré hasta el último día. ¡Cómo cautiva esta inmensidad! :no en vano la mar es mujer.