Gris, gris oscuro, grises las nubes, grises los penachos de las olas, gris claro en el horizonte, gris en el espíritu de Bermudo Bocanegra a bordo del Sant Andreu, camino de Mallorca. Huyendo de pasar más días en Orán, de él mismo, de la solitud y de sus recuerdos.
En medio del temporal no podía pensar demasiado, el Sant Andreu era un llaüt viatger de 60 palmos aparejado para este viaje con mayor, mesana y foque, pero lo cierto es que con el ventarrón que soplaba del norte había izado un treu con sus dos puños de escota y la mesana iba con un rizo. Subía y bajaba las olas pesadamente. Cada bajada era una cabalgada llena de agua y una tortura remontar la siguiente ola. Todos sentados a barlovento, mojados, comiendo galletas de marinero y poco más.
La tripulación era toda de Pollença, salvo él, que se había enrolado sólo por salir de Orán. El capitán y armador del llaüt tenía prisa por pasar la mercancía y habían decidido zarpar a pesar de los claros indicios de mal tiempo. Algo transportaban que tenía que estar la última semana del año en Mallorca pasara lo que pasara, soplara o lloviese.
En fin, soplaba y llovía mucho, no era ningún viaje de placer –si es que pudieran existir– y el que peor lo pasaba era el niño que hacía de grumete. Un viaje demasiado duro para empezar, qué mal lo estaba pasando y qué mal se sentía Bermudo acordándose de sí mismo a su edad. Había que sacar a ese niño de ahí, otro viaje así lo mataría, como a tantos grumetes en el Mediterráneo.
Tras dos días remontando el viento y ganando millas a la tormenta, se encontraban ya al socaire de Mallorca, había menos oleaje y el capitán ordenó subir la mayor. Era una pitxola de trapo realmente grueso. El Sant Andreu esprintó en el último tramo dejando atrás el faro de Capdepera con su luz blanca y destellos rojos, aproando hacia Menorca. Un bordo más y embocaban la bahía de Pollença. El tiempo refrescaba en el canal pero pronto estarían al socaire de Formentor y aprovechaban la madrugada para entrar sin ser vistos.
El cielo seguía encapotado cuando rebasaron la punta de la Monea, el extremo occidental de Cala Pi de la Possada. Arriaron foque y mayor, dejando la mesana izada. Una mar de fondo lamía toda la costa resoplando y reventando contra las rocas. Al llegar al punto fijado Guiem, uno de los marineros, destapó un farol y lo volvió a tapar; desde la costa respondió una luz roja. Botaron una pastera al agua y cargaron los paquetes que debían meter en la Cova den Borges, una grieta que bajaba en la costa con apenas dos metros de ancho a ran de mar y que iba estrechándose a medida que subía paralela a la pendiente. Pedrete subió al bote tosiendo y tosiendo. Bermudo se ofreció para remar y lo cierto es que nadie se opuso, la mar de fondo complicaba entrar y salir de la cueva.
Comenzaron a bogar con la advertencia del capitán de que no podían perder ni un solo paquete. Delante de la boca el agua se veía turbia, una fuente desaguaba allí y la mezcla de las dos aguas hacia que apenas se viera el fondo. Contó tres olas, otras tres y a la tercera tanda clavó los remos con toda su fuerza para entrar, la siguiente ola les empujó cuatro metros hacia el interior y subió el bote a una terraza a nivel del mar. Entraba suficiente luz y Bermudo pudo hacer firme en una argolla. Estaba claro que era un lugar común para el contrabando. Pedrete saltó a tierra mientras le contaba que allí se dejaban las cosas para que más tarde unos pastores lo recogieran con unos burritos. Pusieron todos los paquetes bien en alto para que no se mojaran con la mar vieja que entraba en la cueva. Pedrete subió a la proa del bote dejando preparados los remos para Bermudo. Éste asió el espejo de popa, contó una, dos y tres olas, aguantó con fuerza, una, dos y tres, empujó saltando a la pastera, se dio la vuelta y remó.
¡Cuidado! Un bufido les indicó que algo andaba mal, una ola les empujó hacia arriba partiendo el remo de babor y parte de la regala contra la entrada, comenzó a entrar agua inmediatamente. Bermudo encapilló una gaza en el nas de la patera e hizo un enorme as de guía con el otro chicote. Se lo pasó por la cabeza, quedándole en bandolera sobre el cuerpo. Sin pensarlo se lanzó al mar, sacó la cabeza y quedó paralizado por el agua helada –qué poco le gustaba nadar–; miró atrás y recordó el por qué de la acción: había que sacar al niño de allí.
Comenzó a nadar para alejar el chinchorro de las rocas, braceaba con fuerza contra la corriente que amenazaba lanzarlos contra la costa. Veinticinco, treinta, cincuenta metros y llegó exhausto hasta el Sant Andreu, y se cogió a uno de los enormes remos. Tiró del cabo para acercar el bote semihundido. Guiem se asomó por la borda y recogió a Pedrete, que ya castañeba. Bermudo metió una mano en un imbornal y se apoyó en el remo para subir. Chorreando recibió la enhorabuena de los marineros y del capitán a pesar de la perdida de la pastera. Se cubrió con una manta y abrazó a Pedrete.
—Bermudo, ¡me has salvado!
—Tú hubieras hecho lo mismo, seguro.
—Tienes que venir a casa a comer.
—¡Perfecto! No tengo dónde ir.
Los marineros recogieron el ancla y se pusieron a los remos, quedaban dos millas para llegar al puerto y no soplaba nada tan pegados a la costa. Hasta que no pasaron Punta Avanzada, no dejaron de bogar.
Llegaron al Puerto de Pollensa, arriaron las velas y amarraron el llaüt, la tripulación cobró y se dispersó hasta la siguiente vez. Bermudo quedó en el muelle, seguía solo pero ya no estaba en Orán. No estaba en casa pero al menos no se sentía completamente extranjero. Miró a su alrededor y vio a Pedrete hablando con una mujer.
—Soy Aina, la tía de Pedrete. Me ha dicho que le ha salvado y que ets foraster. Venga con nosotros. No debe pasar solo estos días.
Y así fue como Bermudo llegó a Mallorca, conoció a una familia y pasó frente a una chimenea las mejores Navidades hasta la fecha. Él que creía que había rescatado a un niño había sido salvado de ir dando tumbos por los puertos y mares del mundo. Quién sabe, a lo mejor no era tan malo tener un puerto fijo.