Era una muerte anunciada, no tanto de los actores sino de un sistema arcaico que se mantiene gracias a cierta impunidad por depender de Madrid; sistema en el que sus dirigentes y cargos medios llegan a convencerse de ser intocables. Lo hacen con cuidado, tímidamente al principio, tanteando el terreno con decisiones propias tomadas a espaldas de la ley y sus superiores, decisiones que el subalterno o concesionario deja pasar para no generar un antagonismo que pueda crearle problemas en el futuro. El límite es la propia codicia o sensación de poder que significa, por ejemplo, guardar en un archivo equivocado un documento demorando meses el resultado de un trámite administrativo (como un permiso o un pago).
Ni inventaron el sistema ni son los únicos en aplicarlo. Son una de las malas consecuencias de la Democracia donde el mal uso de las atribuciones mina impunemente los derechos ajenos.
En este caso son los dueños del puerto, sumos sacerdotes de una religión propia con cierto poder sobre los destinos de quienes dependen de ellos. De vez en cuando reafirman su potestad para decidir quien puede continuar tranquilamente con su negocio y quién debe recordar que su suerte está en manos de “La Casa”, como ellos se llaman a sí mismos, emulando los nombres de las logias masónicas. La APB no es una mafia porque no utiliza la violencia física, sino un sistema legal que interpretan a su conveniencia y que dada su lentitud juega a su favor. Lo que han copiado de Sicilia es la Omertá, el secreto, la obligación de mantener la boca cerrada.
No han inventado el mal, pero saber que están allí, que hay que sufrirlos y avergonzarse de ellos porque forman parte de un sistema que ni funciona ni tiene interés en mejorar, nos hace sentir vulnerables y decepcionados, tristes ante la impotencia de tener que aguantar esas malas prácticas de quien además representa una de las caras de Baleares al exterior, imagen de la que depende también el futuro de la industria náutica local. No siempre se trata de corrupción como la conocemos, muchas veces se conforman con demostrar que ellos son quienes tienen la sartén por el mango. Hace años el caso Mar Blau generó esperanzas de una limpieza tan esperada como necesaria, para quedar en una multa irrisoria pactada con la fiscalía. Mientras, seguimos viendo a la APB como a un familiar con una minusvalía síquica a quien no podemos controlar. Mientras el sistema no se limpie, sus elementos descarriados seguirán reproduciéndose.
No todos son culpables: los funcionarios administrativos, la policía portuaria (en realidad, celadores con uniforme de policía) o los electricistas y relaciones públicas curran como se les exige y no se enteran de lo que no pueden ni deben saber. Ante la queja del cliente responden con un “somos unos mandados”, afirmación cierta.
No necesariamente toda la cúpula y los mandos medios son siempre culpables, generalizar nunca ha sido una solución. Lo que me duele es la resignación con la que asistimos a este drama en el que el concepto de “estas conmigo o contra mí” es la regla del juego. Para cambiar el sistema hay que investigarlo en profundidad, e imagino que todavía hay mucha información enterrada en el miedo de los concesionarios a las represalias.
¿Estaremos a las puertas del cambio tan esperado? ¿Influirá el Govern Balear en el futuro destino de Joan Gual de Torrella, a quien propuso como presidente de la APB? Baleares se merece una transparencia que hace demasiado tiempo que sólo es una palabra que suena bien en los comunicados de prensa. Quizás la APB sea un buen punto de partida para ponerla en práctica.