La máxima «piensa globalmente y actúa localmente» nos impulsa a recoger un plástico del mar o reciclar un cartón de leche mientras, al mismo tiempo, una fábrica emite grandes cantidades de dióxido de carbono a la atmósfera o un ayuntamiento vierte sus residuos contaminantes a un torrente, por poner dos ejemplos reales. Si cada uno de los habitantes de la tierra actuara eficazmente sobre sus propios impactos, el mundo sería mejor, qué duda cabe.
Las utopías tienen la facultad de servir de inspiración, aunque una no puede evitar que sus ilusiones vayan menguando con el paso de los años, ante la tozudez de la realidad y la falta de ejemplaridad de quienes tienen el poder para hacer que las cosas cambien realmente.
Ya saben ustedes, lectores de Gaceta Náutica, lo que ocurre con las aguas residuales en Baleares. Se lo hemos contado aquí con detalle, asumiendo incluso el riesgo de aburrirles. Hemos sido deliberadamente pesados con este tema, por su extrema gravedad y porque la defensa del medio ambiente forma parte de los principios básicos de esta publicación desde el día de su nacimiento.
Este compromiso nos ha llevado, por una parte, a ser obstinados y no decaer ante los intentos de manipulación de ciertas instituciones, y, por otra, a desenmascarar la existencia de una red clientelar de entidades, plataformas y asociaciones que ha hecho posible que un desastre ecológico de enormes dimensiones haya permanecido silenciado durante décadas.
¿Cómo, si no, se explica que el informe de la Fiscalía de Medio Ambiente sobre el ‘caso vertidos’ confirme, punto por punto, lo que este humildísimo medio de comunicación ha venido publicando desde 2016? ¿Cómo es posible que haya tenido que ser Gaceta Náutica, con sus limitadísimos recursos, quien haya liderado este asunto, aportando pruebas y poniéndolas en manos de la justicia cuando ha sido requerida para ello?
Dicen la verdad quienes, pretendiendo arrebatarnos cualquier mérito, alegan que nuestros vídeos de los emisarios submarinos no fueron los primeros. Así es. Pero ¿quién más le ha dedicado cinco largos años de investigación al asunto? ¿Quién se ha sumergido en las cloacas de la ciudad para tomar muestras y ponerlas en manos de la ciencia? Y, lo que tal vez es más importante, ¿por qué no lo hicieron antes las entidades ecologistas que cuentan con financiación pública? ¿Estaban ciegas? ¿No les interesaba el tema? ¿Dónde estaban Greenpeace y el GOB?
La cuestión de fondo, nunca mejor dicho, es que mientras esto ocurría, las autoridades medioambientales se han dedicado a criminalizar a los navegantes y pescadores de recreo, a promulgar normas restrictivas absurdas –como las que impiden el dragado de los materiales inocuos de los puertos deportivos y provoca, con ello, problemas de operatividad y de contaminación de los sedimentos– y a gastar ingentes cantidades de dinero en campañas que nada aportan a la verdadera defensa de la naturaleza: conciertos, festivales, flyers, tebeos...
Las actuaciones globales y de calado son las que corresponden a las administraciones públicas, que, sin embargo, llevan años centradas en lo accesorio. Menos mal que en ocasiones la verdadera sociedad civil –ahí está el ejemplo de los vecinos de Pollença– es la que piensa en grande y, en lugar de conformarse con recoger un plástico para limpiar su conciencia, coge el toro por los cuernos y busca resolver los verdaderos problemas.