La nube bienvenida, blanca, con aspecto de copo de algodón que se forma a veces en un atardecer temprano de verano y nos permite “salir del horno” de la castaña solar que nos abrasa, es posiblemente la única nube bienvenida. Digo en general porque están las nubes del agricultor que riegan los sembradíos cuando toca, las del ciclo de vida de la naturaleza. Y las que acojonan, donde se forman los truenos, las que se creía que llevaban en su interior a los dioses que manifestaban su enojo acribillándonos a relámpagos con estruendo y que nos hacían darnos cuenta de lo mortales que éramos. Eso hasta que Benjamín Franklin levanto su cometa y se cargó a todos los Olimpos juntos, demostrando en 1753 que eso no eran lanzas divinas sino electricidad dando paseos desordenados.
Siempre me gustaron las nubes: sus cambios de forma, los colores que adquieren dependiendo de la hora del día... ¿Recuerdan la película la Chica de la Perla? Johannes Vermeer, el pintor holandés, le preguntaba a su criada de qué color eran las nubes. Ella (Scarlett Johansson, encantadora) le contestaba: "Blancas, todo el mundo lo sabe". Y pidiéndole Vermeer que se fijara bien, ella descubre que eran un poco azules, tenían algo de rosa, y algún tinte amarillo. A veces veo alguna nube fuera de lo normal y le saco una foto. Mi mujer me veía con la cámara apuntando al cielo donde sólo se veían nubes, y habiendo yo cumplido los 60, me preguntaba: "¿Tengo que preocuparme?".
Las nubes le hablan al navegante, siempre lo han hecho. Y le hablan en un lenguaje en tiempo real, porque cuando vemos una nube densa, no muy alta con los cantos muy suaves, pero bien definidos como si fuera una escultura de vidrio ahumado, sabemos que viene viento fuerte, con lo cual fuera el trapo, o a enrollar genoa o tomar rizos. Todos hemos navegado en esos días de capa de nubes bajas, de barrigas cargadas y carentes de movimiento, donde el mar y nuestro barco parecen tomar más relevancia bajo el manto gris.
En las islas de Barlovento del Caribe, entre Guadalupe y Granada, los llamados “canales” o pasajes entre islas son de entre 30 y 40 millas, la distancia entre Mahón y Cala Rajada. Como cuando uno navega en un velero de hasta unos 15 metros de eslora, el horizonte está a unas 4 a 6 millas, el destino (la isla siguiente) no se ve cuando se inicia el cruce. Pero sobre esas islas, sobre todo las volcánicas como Guadalupe, Martinica, Santa Lucía o San Vicente, se ven siempre nubes, alimentadas por el aire húmedo y caliente de la selva que se encuentra debajo.
Puede uno ir sin compás, sólo apuntar a las únicas nubes que verá en el horizonte, y la altura de los picos se dejarán ver a media singladura. El Mont Pelée de Martinica siempre está coronado por una nube, pocas veces se ha visto su cima. Hizo erupción en 1902 cargándose los 30.000 habitantes de St Pierre, a la sazón capital de la isla; un calco, 1.823 años después y con el Atlántico de por medio, de la erupción del Vesubio y la calcinación de Pompeya. Sólo se salvó un preso encerrado en una celda subterránea, Ludger Sylbaris, de 28 años. Hizo erupción nuevamente en 1932. En 1984, me encontraba haciendo charter por allí, y un día amaneció el monte sin la nube. Toda la zona estaba acojonada. Poca gente durmió esa noche. ¿Era un aviso? Quizás mezcla de naturaleza, imaginación, cultura y tradición oral. Yo sigo aquí, mirando nubes.