Es uno de esos lugares donde se llega sólo por casualidad. Habíamos zarpado de Buenos Aires el 1 de mayo con destino a Bonaire, una de las tres islas caribeñas holandesas frente a la costa de Venezuela. Eran 4.800 millas en un motorsailer, el Sea Witch de 25m de eslora y 75 años recién cumplidos habiendo sobrevivido una colisión con un submarino en superficie a la salida de la Base Naval Puerto Belgrano además de un incendio a bordo. El Sea Witch tenía mala fama. Casco de roble sobre cuadernas de roble y hierro, nunca supe quién lo había diseñado o construido. Amarraba en el Yacht Club Argentino de San Fernando y siendo una de las embarcaciones más grandes, todo el mundo lo conocía. A mis 25 años, lo único que me interesaba era poder hacer ese viaje que prometía millas, aventura y experiencias a lo largo de 7 países de costas interminables, lejanas y misteriosas.
Habíamos instalado cinco bombas de achique porque pese a haber sido calafateado a la vieja usanza dos meses antes (apertura de costuras, pintura de minio, pabilo retorcido presionado en las costuras con el hierro de carenado, una especie de formón sin filo y de punta curva y roma, y luego terminado con masilla hecha con minio, talco y barniz y botado antes de 72 horas para evitar el secado de la masilla), el casco movía mucho y, navegando, hacíamos unos 200 litros de agua por hora. Yo, por las dudas, había instalado una “T” en la entrada de agua al motor por si las bombas petaban y, nunca mejor dicho, el agua nos subía al cuello. Éramos cuatro de tripulación, habíamos hecho escalas en Paratí, Río de Janeiro, Salvador de Bahía, Recife, una desembocadura de la que no recuerdo el nombre, pero donde los lugareños, medio indios, nos regalaron 10 cachos de banana, Fortaleza, San Luis de Marañón, justo antes de la desembocadura del Amazonas, y Kourou, segunda ciudad (la capital es Cayenne) de la Guayana Francesa que toma el nombre del río que la acaricia, y donde a 8 millas de la desembocadura se encuentran las Islas de la Salud: Île Royale, Saint Joseph, y la Île du Diable, (la Isla del Diablo del Capitán Dreyfuss y Papillon). Recalamos en la ensenada al sur de la isla, fondeamos y desembarcamos curiosos y encantados de haber dejado atrás unas 3.400 millas del viaje. Nos encontramos con los edificios del personal de prisiones en bastante buen estado, y a algunos franceses y lugareños simpatiquísimos a quienes pregunté si podía cargar gasoil. Nones. Para cargar gasoil había que entrar por el río Kourou y la barra era jodida de negociar. Olvidé contarles que como electrónica de abordo llevaba un VHF y una sonda ecoica de las de destello de neón, lucecita que giraba al compás de un zumbido agorero y cuyo destello de repente subía o bajaba un metro por designios que nada tenían que ver con la religión, pero que nos hacían rezar pidiendo que en ese momento fuera precisa porque teníamos un metro de agua bajo la quilla.
Recorrimos la isla y nos contaron que allí murieron unos 75.000 presos. Los que no morían en la isla morían enfermos construyendo la carretera a Saint Laurent du Maroni, en medio de la selva llena de alimañas, y luego los arrojaban a los tiburones, abundantes en la zona. Todavía recuerdo la visita al cementerio, donde la mitad de las lápidas señalaban tumbas de niños de menos de 10 años, y la de las celdas de castigo, hoy atravesadas por raíces enormes que condenan aquellas prácticas inhumanas rompiendo los muros inexorablemente. Al día siguiente había una corbeta de la armada francesa fondeada cerca nuestro. Se acercaron con una zodiac a preguntar quienes éramos, donde íbamos, lo de siempre. Les comenté lo de nuestra necesidad de gasoil, y nos ofrecieron seguirles al día siguiente, la pleamar era por la mañana, calaban casi lo mismo que nosotros y debían ir al muelle de Kourou, donde podríamos pedir un camión con gasoil. Pasamos el día de excursión por las otras dos islas, visitamos los campamentos de entrenamiento de la Legión Extranjera Francesa donde se exhibía el escudo verde y rojo, los colores divididos por una diagonal, y nos resultó curioso ver las piscinas construidas en la costa apilando piedras para hacer los laterales, y que el agua pudiera subir y bajar con la marea, bañándose sin peligro de los tiburones. Allí nos dimos cuenta de que la historia de los tiburones iba en serio.
Por la mañana la corbeta nos hizo una señal sonora y zarpó hacia la mancha marrón que entraba en el Atlántico marcando la desembocadura del río. Soplaba del NE y el oleaje aumentaba a medida que navegábamos, la corbeta y el Sea Witch, con menos profundidad. Costaba mantener el rumbo en la estela de la corbeta, las olas nos sacaban la popa de lado y había que dar mucho timón previendo el efecto, pero tener ese buque de la armada francesa guiándonos me daba una sensación de seguridad que, sabiendo que era totalmente subjetiva, me hacía disfrutar esa puntual aventura. La rompiente se veía muy activa a ambas bandas y de repente, en cuestión de segundos, pasábamos la línea de la costa y cesaron rolido y cabeceo, el Caterpillar ronroneaba estable y la humedad que transpiraba el río se respiraba con placer y alivio. Dos millas arriba, un muelle de hormigón con una explanada importante y una especie de rancho de paja y hojas de palmera nos dieron una bienvenida solitaria.
Un legionario alto de kèpi de banda azul (suboficiales) se materializó (nunca supimos de dónde) y se nos acercó. Llevábamos izada la bandera “Q” solicitando libre práctica en el obenque alto de babor, bajo la primera cruceta, la bandera francesa en el de estribor, y la argentina de registro en un tintero en el coronamiento de popa que siempre molestaba al sentarse uno en la barandilla que, soportada por una columnata que semejaba una fila curva de peones de un ajedrez tallado en cedro, daba al barco cierta prestancia cuando se aproximaba uno por la popa. Ahora su principal función era mantener en posición el pabellón, y nuestra atención se centraba en la banda de estribor, por donde podríamos saltar a tierra y explorar. El legionario nos pidió sólo los pasaportes, se los llevó y nos indicó que podíamos bajar a tierra pero no salir del perímetro (no vallado) de la explanada. A los 20 minutos estaba de vuelta, devolvió los pasaportes, nos dio la bienvenida, y nos informó que podíamos arriar la bandera “Q”. Podíamos ir donde quisiéramos, pero cumpliendo con las señales de seguridad: Kourou es una estación de lanzamiento de cohetes (Ariane) y deben observarse muchas normas de seguridad y discreción. Nos contó que el rancho era un bar donde había muy buena cerveza fría, pero que si veíamos que empezaba una pelea saliéramos corriendo, porque los tíos (les mecs) solían ponerse un poco violentos, y con el entrenamiento que llevaban . . . mejor no participar. Yo ya me imaginaba un pasaje de “Los Centuriones” de Jean Larteguy, el capitán Boisfeuras llegando al bar donde ya casi no quedaba nada entero, poniendo orden con cuatro gritos y la promesa de cortarle los huevos en público con un cuchillo oxidado a quien no obedeciera. Le pregunté por el gasoil y se ofreció a gestionármelo. Le pregunté si había que cerrar el barco o dejar a alguien de guardia y respondió, la comisura derecha de la boca moviéndose dos milímetros, cosa que interpreté como una carcajada: “hay diez pares de ojos mirando este barco, mientras estéis aquí sois intocables”.
A los 5 minutos estábamos en el rancho-bar. Era el far west en versión tropical, faltaba John Wayne con chaleco verde camuflado, un fusil FAMAS y una gorra de béisbol calzada de revés sobre frente y nucas sudorosas. Tras la barra, un engendro al que los hombros se le unían a la cabeza sin un cuello aparente, y una calva que multiplicaba una expresión de mala leche que debería llevar 50 años en esa cara. Las dos ventanas pequeñas hacían circular una brisa a unos 40ºC que hacía pensar en el apocalipsis y la antesala del infierno. -Bonjour!- expresé con actitud de marino avezado que reconocía estar a la merced de los elementos presentes. Brazos apoyados en la barra como intentando arrancarla, un cabezazo como respuesta, de abajo hacia arriba, disturbando las gotitas de sudor del mentón y de la frente, que salieron volando y mientras caían se dejaban llevar por la brisa cálida de Satán. -Quatre bières, s’il vous plait- Kronembourg 1664. A ver si me iba a salir el machote suicida e iba a pedir Heineken. Fredy, uno de los míos, larga un -¡que antro, che!- No sabía si entregárselo a los 5 o 6 parroquianos para que se divirtieran con él o matarlo allí mismo de un botellazo. Bajé la botella de mis labios y le solté: -poné cara como si fuera el Louvre, boludo- lo pilló al momento. Había uno que nos miraba desde una mesa en un rincón, sin parar. La cabeza medio metida entre los hombros, como asechando o escondiéndose. Pagué con dólares, la propina casi mayor que el precio, y salimos a caminar hacia la ciudad, contentos de estar vivos y sudando la experiencia del bar, sin contar la cerveza.
Media hora por una ruta asfaltada nos llevó a Nueva Kourou, una ciudad artificial, moderna, limpísima, donde se alojaban los técnicos y científicos del proyecto Arianne. Nueva Kourou era totalmente libre de impuestos, fueran cigarrillos, compras en el supermercado, perfumes o ropa. Avituallamos allí, compramos cigarrillos y perfumes y aceptamos el transporte al barco que el supermercado ofrecía “aux premières clients argentins de la maison”. Cuando llegamos al muelle, había un camión tanque de TOTAL esperándonos con el gasoil. Este lugar me gustaba cada vez mas. Esa tarde apareció el legionario de la mesa del rincón, ya de uniforme. Hablaba un poco de castellano, y se notaba que tenía ganas de charlar. Seguía con la cabeza un poco baja. Nos contó que en la Guayana francesa estaba apostado permanentemente el 3º de Infantería de la Legión. Escucharlo era soñar despierto, vivir los libros leídos en uno de los lugares donde ocurrieron los hechos bélicos, mirar y escuchar a un protagonista. Y entonces Leo, otro de los míos, le preguntó si alguna vez lo habían herido. Y este parroquiano de la mesa lejana del bar, ahora de uniforme y entreteniéndose con su castellano con fuerte acento, levantó la cabeza y nos volteó como si fuéramos soldaditos de plomo, nos dejó mudos, mirando tontamente la cicatriz que iba casi de oreja a oreja, mal curada, una segunda boca en su cabeza, irregular, violenta, protagonista de nuestros recuerdos de Kourou durante los días siguientes, ya navegando para pasar el estrecho de Serpents Mouth al sur de Trinidad, una de las dos bocas que permiten el acceso al golfo de Paria, separando Trinidad de Venezuela. Nos contó el legionario que los habían enviado a Argel, donde Francia todavía tenía muy mal nombre, y les habían ordenado controlar un pueblo lejos de la capital. Casi todos se manejaban en mobilettes, esas motos-bicicletas tan populares en Francia. Pues una noche, salió del cuartel general para ir a las tiendas de campaña donde dormían, y los locales habían puesto un cabl-trampa cruzando la calle. -Si hubiera sido una moto normal y hubiera ido más rápido, nos decía, no la contaba-
Nos contó un par de historias truculentas que no vienen al caso en este relato. Luego, fue a cambiarse y nos juntamos en el bar, donde le invitamos a cenar y beber. Allí no se hablaba de la Legión, sólo de nuestro viaje desde Buenos Aires.
La mañana siguiente, el suboficial se acercó y nos dijo que no pasáramos más tiempo con el soldado, porque “hablaba mucho y podía meterse en líos”.
Esa tarde dimos la noticia de zarpada y pillamos la pleamar de la mañana temprano para negociar la barra. Los cuatro mil y pico de litros de gasoil, 3000 en depósitos y 1400 en bidones de 200 litros, nos habían transformado en un hipopótamo asmático, de poca maniobra y reacciones lentas. Tomamos la marejada en contra haciendo piernas en el canal, para que si la quilla tocaba el fondo la escora ocasionada por el oleaje nos permitiera zafar. Tocamos un par de veces, pero era fondo de arena y la caricia fue suave. Serpents Mouth nos esperaba a rumbo 298, 620 millas por delante