Simone y William Butler, un matrimonio norteamericano con residencia en Miami, decidieron emprender una vuelta al mundo a bordo de su velero de 12 metros de eslora; pero su anhelada travesía terminó algunas semanas después de haber entrado en el Pacífico a causa de la embestida que les dio una ballena.
Eran las cuatro de la madrugada cuando escucharon los primeros ruidos. William salió a cubierta y vio a dos animales de más de 2.000 kilos que peleaban; uno cambió de dirección y embistió al velero. El golpe fue tan brutal que ocasionó una enorme vía de agua, lo que provocó que la embarcación se hundiese en apenas unos minutos.
Y comenzó una odisea a bordo de su balsa salvavidas de dos metros cuadrados, en la que habían logrado introducir latas de conserva y unos bidones de agua, además de algunos efectos personales.
Cuando naufragaron estaban a 2.000 millas de la costa más cercana. Las dos primeras semanas las pasaron animados con la esperanza de que pronto serían rescatados. Sin embargo, dos mercantes que se acercaron hasta unos cientos de metros, no les vieron, seguramente, porque no había nadie de guardia, y comprendieron que para superar la desesperada situación en la que estaban solo contarían con sus medios. Así que comenzaron a racionar las provisiones, pescar y recoger agua de lluvia con una lona.
Barco con carena oscura atacado por orcas. Los cetáceos destrozaron el timón y o dejaron sin apenas gobierno.
Fueron atacados por tiburones que pincharon uno de los flotadores. Para ahorrar energías, permanecían tumbados dando cabezadas, pero cambiando constantemente de postura para que las úlceras que les producía el agua salada no se infectasen. Tenían un juego de damas que, según dijeron, les ayudó a no enloquecer.
Tras permanecer cincuenta días a la deriva divisaron las características nubes que se forman sobre las islas: durante muchas horas trataron de acercarse a ella remando con las manos, pero la marejada y los caprichos de la corriente les obligaron a pasar de largo. Pero no se dieron por vencidos. Mientras uno debía inflar la balsa cada media hora, el otro sacaba el agua que entraba por un fondo desgastado al que habían cosido varios parches.
El día sesenta y cinco, contó William: “Se nos aproximó el tercer mercante que vimos: sin embargo, y a pesar de que unos marineros nos hicieron gestos con los brazos, pasaron de largo. Mi mujer se puso a llorar. Yo traté de consolarla diciendo que era mejor que no nos hubieran ayudado pues llevaba pabellón de Japón, y ese no era nuestro destino” -bromeó.
Al día siguiente fueron rescatados por una patrullera de Costa Rica a la que había avisado el mercante japonés. Conducidos a un hospital, les trataron con suero y les curaron las llagas que cubrían sus cuerpos. Habían perdido veinticinco kilos cada uno.
“Fue una buena forma de adelgazar –diría William en rueda de prensa-, aunque no se la recomiendo a nadie”.
CONCLUSION
Es muy difícil prever el ataque de uno de estos enormes mamíferos en alta mar, pero está demostrado que los barcos que llevan su carena pintada de un color muy oscuro están más expuestos, pues los confunden con los lomos de otras especies. Por ello, los pescadores profesionales, al menos en el País Vasco, pintan las carenas de granate claro y verde suave. En los veleros atacados, todas son oscuras. La experiencia les demostró que, con patente oscura, los bonitos, que se pescan con cañas, no se acercaban al barco, y no picaban.
Tampoco es buena idea jugar con estos poderoso animales. Y si se aproximan demasiado, el ruido del motor y mover trapos de colores fuertes bajo el agua los mantendrá a distancia, en contra de lo que dicen algunos, que jamás se han visto en esta tesitura. El color oscuro y redondeado de una carena de velero bajo el agua con su orza les parece otro animal; y los timones y orza, aletas.
Durante los 20 años que viví en las cercanías del Estrecho lo crucé en velero más de cien ocasiones. En verano, tres veces tuvimos orcas a nuestro lado cuando nos acercábamos a la zona de Barbate; y las tres, las espantamos metiendo en el agua con el bichero los sacos rojos de las velas que movimos con fuerza, además de que mi velero y los de mis amigos con los que navegaba teníamos las carenas pintadas de color granate suave, tal como me enseñaron los pescadores vascos con los que crecí como marino en los años sesenta del siglo pasado.
Los ataques que se vienen dando en el Estrecho se producen en primavera y verano en aguas de Tarifa, Zahara de los Atunes, Barbate y Conil, como ha sucedido siempre. La razón se debe a que las cuatro almadrabas allí montadas desde marzo a octubre atraen y excitan a varias familias de orcas que viven en esas aguas, atraídas por los sonidos desgarradores que emiten los grandes atunes migradores cuando se encuentran prisioneros en los copos, un laberinto de redes del que no pueden escapar. He buceado allí con los profesionales que montan estas trampas, y las orcas fueron un peligro constante, como ya conté en mi anterior artículo sobre las redes. Os adjunto unas fotos sacadas entonces.
En cuango al milagro de la supervivencia de esta pareja, yo lo achaco al carácter alegre y optimista de este gran marino al que conocí en las Canarias. Esa sería la razón fundamental para que lograsen superar tan terrible prueba. También el uso de los aparejos de pesca que vienen en las balsas, y la recogida de agua con una lona, aunque el doctor Alain Bombard demostró que tres sorbitos al día de agua de mar son suficientes al menos para sobrevivir tres meses, como él hizo en su Zodiac Heretic cruzando el Atlántico. Pero creo que el factor fundamental que hizo que esta historia tuviese un final feliz fue algo tan necesario e imprescindible como la suerte.