Lope Martín pretendía abandonar a los que no le apoyaban en el atólón de Ujelang, ahora adscrito a las Islas Marshall.
«¿Qué es lo que somos? ¿Personas? ¿O animales? ¿O salvajes?» (El señor de las moscas, William Golding)
A principios de julio de 1566, con la excusa de que es necesario calafatear el barco para seguir navegando, y aún a riesgo de naufragar, Lope Martín consigue adentrarse en la laguna interior de Ujelang. Pero sus planes no pasan por carenar el San Jerónimo, sino por abandonar en ese atolón a todo aquel del que sospecha. Tras fondear, ordena aligerar el galeón, incluyendo casi todas las armas, cartas y agujas de marear, y algunas provisiones. Para que el plan pueda desarrollarse sin recelos, el propio Lope desembarca junto con toda la tripulación. A bordo solo permanecen de guardia unos cuantos acólitos de Lope Martín, armados y vigilantes. Sin embargo, se van haciendo evidentes sus intenciones. Tanto, que incluso el capellán, Juan de Vivero, se atreve a hablar con alguno de los más cercanos a Lope, para hacerle desistir de tan inhumano plan, pero nada consigue.
El contramaestre Rodrigo del Angle y algunos hombres más, que han adivinado el fin de tan enrevesado plan, se conjuran para rebelarse contra semejante tiranía y se confiesan al capellán. Según narra Juan Martínez, «el padre clérigo con gran vehemencia les inflamó los corazones, diciéndoles cuán justo era y cuán gran servicio a Dios, y que haciéndolo Dios les ayudaría a salir con ello». A mediados de julio logran hacerse con el pequeño batel y acceder a bordo, donde reducen a los que están de guardia. Uno de ellos logra huir y nadar hasta la orilla, donde da la noticia a Lope Martín. La nueva corre como la pólvora entre los que permanecen en tierra. Algunos de los marineros fieles a Lope Martín que siguen a bordo largan amarras y dan velas para hacer encallar el barco. Pero la providencia está de parte de Angle y, en ese momento, cesa toda brisa. Aun siendo pocos hombres, son capaces de gobernar el galeón, remolcándolo con el batel fuera de la laguna, donde fondean a una prudente distancia de la costa, mientras dan voces para que se les unan los leales.
La situación en las poco más de 100 hectáreas del atolón no es mucho mejor que a bordo. Los partidarios del rey no se atreven a enfrentarse a los de Lope Martín, que poseen la mayor parte de las armas, y se esconden como pueden entre los árboles. Intentan llegar al San Jerónimo a nado o con la ayuda del batel, desde diferentes zonas del atolón. Rodrigo del Angle necesita más tripulantes para poder gobernar el galeón y mantiene el fondeo, esperando que se les unan más hombres, que van llegando poco a poco, abandonando a Lope Martín. Pero no disponen de cartas ni compás, aunque sí de provisiones, de las que carecen en la orilla. Entonces acuerdan un trueque: a bordo del batel envían provisiones para unos cuantos días, a cambio de una de las agujas que guardan en tierra.
La suerte está echada: al poder disponer de un compás a bordo y de suficientes hombres, levantan el fondeo y dan velas, alejándose del atolón poco a poco. Desde a bordo ven cómo un grupo de hombres, al percatarse de su partida, agita frenéticamente en la playa una bandera blanca suplicando que les esperen, con la promesa de que ellos mismos matarán a Lope Martín con sus propias manos. Es la última imagen de los 27 hombres que quedan abandonados a su suerte en Ujelang. El atolón se va empequeñeciendo sobre el horizonte hasta desaparecer. A bordo son ejecutados los que más le han apoyado y participado en los asesinatos.
Rodrigo del Angle no es experto navegante y sufren numerosas vicisitudes y tormentas. A mediados de octubre tienen la fortuna de encontrarse con una nave española, que los conduce a Cebú, donde dan cuenta de lo acaecido a Legazpi, que solo manda ejecutar al escribano, Juan de Zaldívar. Los demás son perdonados. La llegada del San Jerónimo a Filipinas, sin embargo, certifica el éxito de Urdaneta y el Tornaviaje.
«…las hambres, destrucciones, muertes, lloros, suspiros, prisioneros, trabajos, aflicciones, calamidades… son dignos de ser encarecidos por un Homero o Virgilio» (Juan Martínez, autor de la Relación de la travesía del galeón San Jerónimo)