Nada más cruzar la bocana del puerto, el enorme transbordador comenzó a balancearse. Primero, de proa a popa, luego, de babor a estribor. Desde tierra sólo se distinguían unas tenues luces que saltaban enloquecidas en la noche. A veces se tapaban con los rociones que provocaba semejante masa de acero cuando golpeaba contra las empinadas olas de la barra cercana.
Durante el día, un viento helado y una lluvia constante habían dado la razón a los meteorólogos suecos: anunciaron un fuerte temporal. Al mediodía la fuerza del viento aumentó hasta llegar a los cuarenta nudos en la escala de Beaufort.
Esa tarde, antes de zarpar, en el puente del transbordador Estonia el primer oficial había consultado la previsión del tiempo en una búsqueda inconsciente de mejoría. Pero no, al contrario: las noticias que le llegaban centraban una potente depresión en el mar Báltico; el barómetro descendería hasta unos preocupantes novecientos milibares.
Al bajar a la cubierta de vehículos se entretuvo unos minutos con el oficial de carga para repasar la lista de chequeos que los suecos les habían entregado cuando la compañía vendió el barco y sustituyó a la tripulación: contrataron gente de Estonia, cuyas demandas salariales eran la mitad, aunque también su formación y experiencia fuera inferior.
Con los primeros movimientos de la nave pensó que era el principio de una larga noche hasta que el amanecer les recibiese cerca del puerto de Estocolmo. Por el duro estado de la mar navegarían a media máquina tratando de que el retraso no fuese superior a cinco horas. La noche, lúgubre y oscura, borrada por la fuerza del temporal, no permitía que nadie circulase por la cubierta de botes. Los marineros habían trincado las salidas al exterior. Los vehículos y camiones que ocupaban dos plantas de la bodega de carga estaban sujetos con gruesas cadenas. El ruido de ballestas y muelles era sobrecogedor. Por los continuos pantocazos que daba el barco parecía que los pasadores que inmovilizaban las ruedas estallarían.
Si alguien pudiese haber visto el caos de olas y espumas entre las que navegaban habría quedado paralizado de terror. Dos roles del viento en las últimas horas, unido a la escasa profundidad del Báltico, habían convertido la superficie del agua en una conjunción de montañas deslizantes que se precipitaban sonoramente unas contra otras produciendo explosiones de aire y pirámides de espuma que se elevaban y perdían en la noche.
A bordo, esa unión infernal de elementos movidos por el viento se transformaban en un cabalgar sin puntos de referencia. Los pocos pasajeros que transitaban por los corredores camino de los baños se veían empujados por unas manos invisibles que les impedían mantener la verticalidad, pues el sentido del equilibrio no respondía, y sus estómagos convertían todo lo que habían comido y bebido en una garra nauseabunda que apretaba sus vísceras y les incitaba a devolver.
Portón de proa del buque Estonia, naufragado en el Mar Báltico.
En el puente, sumido en la oscuridad para intentar ver lo que pasaba en cubierta, el radar dejaba adivinar aún varias líneas mal trazadas en popa, que indicaban la proximidad de la costa que abandonaban. El timonel agarraba con fuerza el pequeño mando metálico. Pretendía, en su forzosa ceguera y de forma desesperada, que la nave trazase un rumbo entre las impresionantes olas que cruzaban frente a él.
Un reloj situado sobre su cabeza indicaba la escora.: y era mejor no mirarlo. Otro, colocado a su derecha, advertía de la resistencia de los mamparos de proa a la presión del agua: de momento seguía en la zona verde.
Miró al primer oficial interrogante consultando en silencio la decisión que él y cualquiera que tuviese cierto aprecio por su pellejo ya habría tomado: tenían que reducir máquina, pensó para sí. Igor, que seguía a su lado atento a las revoluciones de las turbinas y a las de su desbocado corazón, ordenó:
-Reduzca un tercio.
-A la orden -contestó aliviado el timonel.
-Abra el rumbo diez grados a estribor. Tomaremos la mar por la amura de babor.
En los camarotes, los pasajeros trataban de dormir entre vómito y vómito agarrados con pies y manos a las esquinas de sus literas. Los que descansaban en las superiores, habían tenido que pasar los cinturones de seguridad por su cuerpo para no caer de ellas. El doctor de la nave no daba a basto. Sus existencias de analgésicos y pastillas para el mareo se habían terminado. Ya sólo le quedaba la socorrida Coca-Cola.
Durante cuatro horas navegaron a un tercio de máquina para evitar las acometidas de la mar. En la pantalla del radar aparecían marcas impresionantes que destacaban como si fuesen edificios de diez pisos: sí, aunque pareciese mentira, se trataba de olas descomunales que avanzaban contra ellos a una velocidad vertiginosa. Las esperaban en silencio, atentos a los cristales empañados del puente, tensos, expectantes. El timonel abría unos grados el rumbo esperando la embestida: una fuerte sacudida cubría la nave de proa a popa. Después, la masa del buque escapaba con lentitud de las invisibles garras que la atenazaban, recuperando su flotabilidad; y así una y otra vez.
Un chasquido más fuerte que los demás hizo que el capitán dejase sus obligaciones burocráticas que revisaba en su camarote. Se puso el chaquetón y subió al puente. El ruido vino del medio de la nave, varias cubiertas más abajo. Mientras subía las empinadas escaleras se repitió el estruendo.
En la oscuridad del puente Igor hablaba por el teléfono interior con el oficial de máquinas: quería averiguar la procedencia del ruido.
-¿Qué es eso ? -preguntó el capitán nada más asomar la cabeza por la puerta.
-Creo que el ruido procede de la bodega de carga, señor.
Por tercera vez, un estruendo aún mayor que los anteriores les puso el corazón en la garganta.
-Baja hasta allí, creo que se ha soltado un vehículo.
El primer oficial descendió en difícil equilibrio por la estrecha escala metálica que unía el puente con las diferentes secciones de la nave. Los acentuados bandazos que daba el barco provocaban que se golpease en las esquinas. En su rápida carrera siguió escuchando el sobrecogedor ruido que, ahora, parecía había aumentado de intensidad. No tuvo tiempo de asustarse: cuando abrió la escotilla que le conducía a la cubierta de vehículos el agua le salpicó la cara. Como un río sin cauce, toneladas de helado líquido se colaron por el hueco de la escalera convirtiendo los peldaños en una cascada. Quiso cerrar la escotilla pero la fuerza del agua se lo impidió. Mojado hasta las rodillas avanzó con dificultad hacia la parte central de la cubierta. Los vehículos se balanceaban sonoramente. Al fondo, a proa, pudo ver al oficial y a varios marineros afanados en el portón de carga. Todo estaba inundado, y los ruidos, ahora constantes y continuados, provenían de dos camiones sueltos que patinaban sin ningún control arrastrando las pesadas cadenas en un burdo ballet.
Al volver la vista hacia proa, contempló cómo los cuerpos del oficial de cubierta y los cinco marineros que le ayudaban saltaban por los aires impulsados por el portón de carga que se abrió y el enorme chorro de agua que le precedió, acompañado de unos desgarradores aullidos. Acto seguido, las olas embarcaron, arrastrando con su fuerza cuanto se les puso por delante. Un descomunal remolque se le venía encima; fue la última visión de Igor antes de desaparecer bajo el agua.
En el puente, el timonel comenzó a notar una tendencia de la nave a no recuperarse cuando caía después del pantocazo. La rueda estaba ardiente en exceso y no podía ejecutar la orden de virar por avante que acababa de recibir.
-No puedo, señor. No me obedece -exclamó notando que su ritmo cardiaco se dislocaba.
-¡Pida ayuda!, nos hundimos. ¡Lancen los botes! Abandonamos la nave.
No hubo tiempo para más. La presión de las olas partió las bisagras del portón de proa. El buque escoró a estribor. Un chorro de helada agua chocó contra los coches y camiones arrancándolos con facilidad de sus soportes desplazándolos hacia la amura de la escora. El corrimiento de la carga dejó a la nave herida, tumbada sobre su casco, aguantando los embates de los descomunales trenes de olas que se precipitaban sobre ella.
En los camarotes nadie tuvo tiempo de reaccionar. Para cuando el pasaje advirtió lo que sucedía, habían sido tragados por la mar. Unos cuantos tripulantes, el capitán entre ellos, pudieron lanzar tres botes. Un remolino de espuma blanca se abrió en la oscuridad, iluminado por las escasas luces del barco que aún permanecían encendidas. La quilla partió las olas montañosas en infinitos trozos. Sus dos gigantescas hélices, que aún giraban lentamente en el vacío, se pudieron ver entonces.
El ruido ensordecedor del agua tragándose al Estonia no pudo ser escuchado por nadie. Tal vez los tres botes de salvamento que derivaban batidos por el mar y la lluvia repletos de almas aterradas fuesen los únicos testigos de tamaña catástrofe.
El agua que brotaba mientras la nave iba desapareciendo al mezclarse con las enormes olas que le llegaban formaba una columna mucho más alta que trataba de alcanzar las nubes.
Los agónicos y repetitivos MAY DAY que lanzaron antes de naufragar por las ondas radiofónicas quedaron suspendidos en el aire espeso y cargado del temporal por unas décimas de segundo. Después, se perdieron para siempre en la tempestuosa noche sin dejar rastro de que todo esto hubiese sucedido.
Monumento en memoria de las víctimas del naufragio del Estonia en 1994.
CONCLUSIÓN
Sacar partido de este lamentable hundimiento, acontecido casi en los albores del siglo veintiuno (28 de septiembre de 1994), y que ocasionó la muerte a 840 personas, es indignante y quizás poco recomendable para aquellos que, constantemente y a la fuerza, debemos tomar barcos para desplazarnos hasta las islas con nuestros vehículos. Nada puede justificar este naufragio que no sea la avaricia de unos navieros criminales que, por desgracia, nunca pagan por sus culpas, amparados por la confusa, caótica, iletrada y prepotente administración marítima bajo los auspicios de la OMI, de corte anglosajón: pues si son los que regulan las condiciones de navegabilidad de los barcos, también deberían ser los responsables de que se cumplan de forma rigurosa las medidas de revisión de sus sistemas. Pero ni Panamá, Liberia, Bermudas, Bahamas, Chipre o Malta, que son quienes mandan en la OMI, ya que abanderan el 90% de los barcos mercantes del mundo, están dispuestos a cambiar ese estado de cosas; solo han modificado algunas de sus conductas cuando lo ha obligado la política marítima de la Unión Europea con la imposición de los controles a los barcos que entran en nuestros puertos, llamado MOU de París.
Un buque oceánico de investigación rastreó con su robot el pecio del Estonia, sumergido a escasos setenta metros, acreditando que el portón de proa de carga de vehículos aparecía a cien metros del casco. Decir, como argumentaron los navieros, que dicho desprendimiento pudo provocarse después, son ganas de proteger a los ineptos que lo revisaron. La contratación de marinería de escasa formación y los dividendos a los accionistas, son algunos de los aspectos que convierten en siniestros juegos de lotería a la navegación cuando hay tantos intereses económicos que salvar. En Baleares hemos asistido al baile de navieras que van desapareciendo a pesar de estar subvencionadas por el Estado, en un juego de oportunismos insoportable.
Las costosas revisiones a las que deben someterse estas naves hacen que navieros, responsables de la administración e incluso aseguradoras establezcan tácitos pactos para alargar la vida de este tipo de barcos que transportan pasaje, coches y camiones en los lugares en los que es imposible desplazarse por otros medios.
Yo, avezado en mil travesías de este tipo, y más todavía tras vivir cinco años en Lanzarote y doce en Mallorca, recurro a un sistema poco fiable, pero que, debido al cálculo de probabilidades, puede ser efectivo: embarcar en la mejor compañía; en la más cara, en la que más gasta en publicidad y que mejores datos económicos aporta, pues, si ganan dinero, mantendrán sus barcos con rigor. Es un caso similar al de las compañías aérea, pues las cosas cuestan lo que cuestan, y buscar atajos para ahorrar dinero sólo puede hacerse desde la merma de otros aspectos fundamentales.
Los barcos suelen hundirse, pero la tecnología pone hoy a disposición de armadores y astilleros medios para prevenirlo. Otra cosa es que la imprudencia o la prepotencia de hacerse a la mar, incluso con avisos de temporal, deban pagarla las compañías, únicos responsables de haber ordenado zarpar. Pero también creo que los capitanes deben ser soberanos, como en teoría lo son, para dejar unos duros en el tintero y retrasar una salida en beneficio de la seguridad de pasajeros y tripulación.
El Estonia fotografiado en Estocolmo en los 80 por Pipe Sarmiento, cuando pertenecía a la naviera Viking Line.
Tras analizar muchos naufragios de buques comprobaréis que, detrás de ello, hay un tufillo a dinero: o demasiados pasajeros o demasiados contenedores que provocaron el corrimiento de la carga. O que había que llegar en tal fecha y hora al puerto de destino. Y, algunas veces, la imbecilidad de un capitán prepotente que, como en todas las profesiones, también los hay, y que con su actitud pone en peligro la vida de sus pasajeros, tripulación y de aquellos que intentarán salvarles.
Y, otra vez nos topamos con la prensa haciendo demagogia marinera en medio de la conmoción de una tragedia. Estoy convencido de que si los medios de comunicación tuviesen en plantilla a un experto en temas marítimos todo iría mejor, y la población comprendería el por qué de los naufragios: los barcos no se hunden solos, la mayor parte de las veces los hundimos los humanos.
En temas de seguridad nuestras administraciones siguen jugando a los acertijos, dictando normas confusas tratando de remediar errores del pasado. Para ellos se basan en un excesivo peso de los certificados y pólizas para obviar las banderas de conveniencia y no quedar al desnudo. Pero falta el conocimiento práctico que no viene en ninguno de esos documentos. Así que, desconfiar de todo objeto que flote que vosotros no capitaneéis. Y si aceptáis el reto, aseguraros de que embarcáis con un hombre de mar; da lo mismo que naveguéis por agua dulce o salada, en un pantano, un río o en la inmensidad de un océano.