La aventura de Eugenio Pire y su Interviú fue otra de esas gestas que los amantes de la mar vivimos con esa emoción de principios de los ochenta, en los que algunos valientes nos hacían soñar con aventuras marinas de largo alcance. Eran años difíciles para los soñadores. Julio Villar fue el precursor de los “bohemios de la mar”, pues se lanzó a la búsqueda de una identidad que no llegaba de la mano de la timorata sociedad de entonces, y hubo que renunciar a caminos mejor asfaltados para recomponer a un pueblo demasiado herido por la intransigencia y el terror.
Eugenio zarpó de forma precipitada, a pesar de un año de intensos preparativos: las entrevistas y la búsqueda de patrocinadores le impidieron dedicarle al barco el tiempo necesario. Un día, harto de estar harto, a las diez de la noche de un diciembre especialmente frío, con Oeste fuerza cuatro, llegó escoltado por varios amigos hasta la bocana del puerto de Barcelona; subió el foque y puso rumbo a Menorca.
El barco, un Jouet 22 de serie, fue dejando por popa las luces de la ciudad. A las tres de la madrugada el viento refrescó; el Interviú navegaba muy rápido y conectó por primera vez el piloto de viento Bogasol. Las luces de la ciudad parecía que no desaparecerían nunca del horizonte, por lo que seguía unido a tierra por un hilo invisible y dorado: sin embargo, cuando empezó a amanecer, ya no estaban a popa, y se fue a dormir.
A las once de la mañana, cuando el gonio le daba Mahón por la proa, vio tierra en el horizonte y la mar comenzó a calmarse. Desayunó y esperó a que entrase viento de nuevo. A las tres de la tarde se entabló un suroeste que fue refrescando: tras dos horas, soplaba con fuerza 8, y no le permitía acercarse a la costa para ganar un puerto. Por ello, decidió correr el temporal con el foque izado, y se metió en la cámara para descansar.
Cuando amaneció, todo era nuevo; alucinó con el tamaño de las olas que perseguían al barco, dándole dentelladas blancas. Solo podía llevar rumbo al sureste. El ruido que producía la mar le transportó de nuevo a tierra como si fuese navegando por carreteras repletas de tráfico.
Como en aquellos años todavía no había enrolladores, tomó un rizo al foque y ajustó el rumbo al Este para ganar el puerto de Alghero en la isla de Cerdeña. Poco después se vio obligado a sacar el “¡hay madre!” que decimos en el Norte, o tormentín: izarlo fue muy complicado pues tuvo que asegurarse en la proa con un cabo; lo cazó a la crujía del barco, y el Interviú empezó a comportarse mejor.
Al poco tiempo advirtió que hacía agua por el pozo del ancla, y que las olas se filtraban hasta la litera de proa. Con un trozo de tela fabricó un tapón, y la situación mejoró. Poco después descubrió otra vía más importante, ya que los cofres de la bañera estaban comunicados con el interior por la parte superior del mamparo por lo que, cuando el Libeccio de fuerza 10 le metió dos veces el palo bajo el agua, uno se abrió, inundando el interior y escorando el barco hasta tal extremo que el agua se convirtió en un flujo imposible de achicar. Como las olas eran de siete metros, se atravesaba a la mar y parecía que iba a naufragar; pero, una y otra vez, el barco se levantaba.
Navegó dos días de esa güisa, siempre a mucha velocidad y varias horas manejando el timón con las dos manos. Hasta la puesta del sol del cuarto día no vio la luz de un faro a proa. Todavía había fuerza ocho y las olas eran muy grandes. Por lo que le pareció una temeridad acercarse a tierra. En un momento de respiro pudo marcar con el Gonio el puerto de Alguero a menos de diez millas. Soltó un poco la escota del tormentín e izó la mayor con dos rizos para que el barco navegase mejor.
Por la mañana estaba en medio de la bahía de Bossa Marina, pero sólo tenía un libro de faros de Italia como ayuda. Era una sensación angustiosa tener un puerto a doscientos metros y no poder entrar para no correr mas riesgos. Cansado y cabreado volvió a ponerse a la capa con tres rizos en la mayor y el tormentín, esperando que el viento aflojara.
Continuó dando bordos a dos millas de Alguero. Puso el piloto automático y se echó un rato. Cuando despertó, cogió el timón y continuó al largo. A última hora de la tarde, con el cabo Spartivento al través, el barómetro empezó a bajar de nuevo de forma muy rápida acompañado por una nube negra que llegaba desde el norte.
Cuando se adentró en el golfo de Cagliari el viento había bajado; por ello, subió la mayor completa y el foque, dispuesto a navegar toda la noche en espera de que amaneciera para entrar en el puerto. Pero, al rato, el viento viró al noreste y se recrudeció hasta alcanzar fuerza ocho de nuevo; y sopló así durante dos interminables días.
Volvió a correr el temporal con mucha mar y solo el tormentín izado. Ya no le quedaba un solo lugar seco donde dormir y, algunas veces, tenía que salir fuera a coger el timón porque las olas no guardaban ningún orden ni dirección y el rumbo no se mantenía. Con todo, ambos resistían. El barómetro bajó hasta los 731 milibares.
A las cinco de la tarde tres olas gigantescas, la primera rota, tumbaron al Interviú; el agua comenzó a entrar a chorros en el interior, y Pire se puso a achicar con el cubo. Creyó que ya no podría con la mar. Salió fuera y logró dar la popa a las olas. Mientras pensaba qué hacer, otra masa de agua rompió arrastrándole por encima de la borda; al abrir los ojos comprobó que estaba bajo el agua; tiró del cabo de seguridad y regresó a la bañera. Sacó las bengalas para pedir ayuda, pero sólo funcionó una. Con un farol de gas hizo señales, pero un golpe de mar se lo arrebató de las manos. La radio tampoco funcionaba.
Dos horas después sintió un tremendo golpe, y como estaba a proa dentro del saco de dormir, creyó que había sido una ola más grande. Pero, tras otro crujido, el barco quedó suspendido, ingrávido, como sujetado por hilos. Salió fuera y comprobó que había tocado fondo. Echó una ojeada al timón y vio que se había soltado el nudo que había puesto por la noche para capear. Sin embargo, el lecho marino era arenoso y la playa que veía a proa estaba bastante resguardada y sin grandes rompientes.
Se metió dentro y dejó que el Interviú se acercara solo a tierra. Sabía que podía haber intentado anclar, pero después de diez días de infierno le dio la sensación de que recalaba en un puerto deportivo.
Treinta minutos después el Interviú yacía sobre su costado de babor en la orilla, golpeado levemente con cada ola que llegaba; dijo que se sintió impotente de hacer algo que no fuese esperar las primeras luces del día para pedir ayuda.
CONCLUSIÓN
Navegar en pleno invierno por las inmediaciones del Golfo de León es algo que nadie debe menospreciar. He oído a marinos profesionales contar que en las aguas por las que navegó Pire pasaron los peores momentos de su vida a la rueda de un gran barco mercante. Incluso, familiares míos, que surcaron esa zona en unidades de la Armada, me manifestaron la violencia extrema de la Tramontana, cuando se encañona en invierno entre los Pirineos y los Alpes, lo que provoca una mar arbolada de escasa distancia entre las olas, que apenas permiten a los barcos recuperarse de los bandazos y cabeceos. Se han dado olas de doce metros sin distancia entre ellas para acomodar el barco para la siguiente.
En los meses de invierno el Golfo de León nos obsequia cada año con temporales de fuerza diez. Que los barcos pueden aguantar, claro, casi todos los actuales, pero nosotros no; para eso están los partes meteorológicos. ¿Nunca os habéis sentidos completamente idiotas en medio de un temporal por haber forzado la salida? Yo sí, y creo que las machadas en la mar hay que dejarlas en la amarra.
El error de no llevar portulanos fue garrafal, aunque hoy los tenemos grabados en nuestros ploters y Gps y es casi imposible no poder situarnos. El problema con las anclas es un asunto más serio, y una temeridad no embarcar al menos dos para una navegación como la que pretendía. Cuando preparamos una travesía, nos ocupamos de embarcar artilugios de poco uso, obviando aspectos tan básicos como el fondeo.
En el relato que os he expuesto, advertimos la de ocasiones en las que el Interviú hubiera podido descansar del temporal si hubiera tenido un par de buenas anclas con buenos metros de cadena y cabo. Sé que muchos pensais que abultan demasiado, pero si releéis los libros de vuestros navegantes favoritos fijaros en la importancia que dan a sus equipos de fondeo. Pire hubiese salvado su barco con dar el ancla a la entrada de la rada en la que embarrancó. Para más seguridad podría haberlo hecho con dos y toda la cadena disponible. Las anclas también le hubieran ayudado cuando dos días antes de la varada tuvo un muelle a doscientos metros y no pudo ceñirle al viento para alcanzarlo.
Fondeando y al abrigo de las rachas, habría podido pedir ayuda y dormir unas horas, algo trascendental para pensar con claridad y tomar buenas decisiones. La entrada de agua por los tambuchos y el pozo del ancla ya se ha solucionado con las directrices que deben seguir los astilleros, pues nunca deben estar comunicados con el interior del barco y, de hecho, ya no lo están. Las vengalas estropeadas también es algo del pasado, pues las de hoy son mucho más fiables y las llevamos dentro de botes herméticos. Yo aconsejo lanzar alguna con la mar en calma antes de tener que hacerlo por obligación.
Eugenio, buen amigo, que sigue navegando por el mundo, concluyó su relato con la humildad propia de alguien que pronto se convertiría en un gran marino, cuando aseguró tras el naufragio que todavía no lo era.