TEMPORALES Y NAUFRAGIOS

PIPE SARMIENTO DE DUEÑAS

Nací en Bilbao en 1952. Pasé mi niñez entre botes, remos y cabos en una pequeña villa marinera del Cantábrico llamada Plenzia. Me licencié en Derecho en Deusto y pronto cambié la toga por el traje de agua. He escrito de náutica y mar en casi todos los diarios de España. Soy autor, entre otras obras, de la novela ‘Entre el cielo y las olas’, el libro de viajes ‘Por las costas del mundo’, la investigación ‘Expediente Odyssey’ y este ‘Temporales y naufragios’ que ahora ofrecemos en versión corregida y ampliada por capítulos en Gaceta Náutica. Me encontrarás también en pipesarmiento.net

El naufragio del Malu en la Mini Transat de 1981: al límite de lo imposible

“Asomé la cabeza por la escotilla de la cámara, y vi un aterrador acantilado definido en la noche. Buscaba una linterna cuando el barco, empujado por otras enormes masas de agua, chocó contra las rocas. La quilla se arrancó de cuajo”.

El Malu, destrozado tras estrellarse contra los acantilados de las costa de Camariñas (La Coruña).

La historia de la náutica española está repleta de gestas y hazañas llevadas a cabo a pesar de las dificultades y falta de medios materiales que sufrieron sus protagonistas, y que les dan, si cabe, mayor mérito. Muchas veces son cantos a la desesperación que les obligó a estar por encima de los mortales para poder superar los avatares de los que fueron obligadas estrellas en el trapecio más alto y peor amarrado de ese circo casi perenne en que, en ocasiones, se convierte la mar cuando intentamos superar el más difícil todavía.

Los libro de bitácora de muchos de nuestros paisanos están plagados de hechos pequeños, quizás intranscendentes para la sociedad seca que sigue su impertérrito curso de espaldas a la mar, provocando que, al igual que nuestros ilustres antepasado, los marinos celtibéricos hayamos tenido que poner más que otros, y justificarnos un mayor número de veces. Sueños, ilusión, coraje y orgullo ha sido el combustible de nuestros navegantes, por no resumirlo sólo en valor. Pero ¿hasta dónde habríamos llegado los marinos españoles si la patria y su administración nos hubiesen tendido la mano en lugar de convertir nuestras singladuras en navegaciones de obstáculos?

El Malu lo era todo para él pero, además, era cuanto poseía. Jordi Nadalmany fue construyendo su barco durante meses en una nave prestada quitando ratos de aquí y allá entre el trabajo y el picor de la resina de poliéster con la que fue modelando el casco con sus manos. Tuvo la ayuda de algunos espontáneos que pasaban por allí para echarse un pitillo, pero que siempre terminaban herramienta en mano presos de su entusiasmo. Para comprar los materiales tuvo que vender su coche al haber agotado sus ahorros.      

Algunos días, pocos porque odiaba hacerlo, se vestía con sus mejores galas, repasaba mentalmente delante del espejo la verborrea de vendedor para la que sabía no tenía aptitud, y hacía visitas a los suministradores de accesorios náuticos con la pretensión de que le diesen lo que necesitaba a cambio de publicidad: voy a participar en la Mini-Transat, les decía; es una regata para solitarios que, saliendo de la Francia atlántica, navegaría hasta las Canarias, para atravesar después el Atlántico rumbo a las Antillas: una machada en solitario a bordo de una embarcación de sólo seis metros cincuenta de eslora.

Muchos de aquellos ejecutivos de la incipiente náutica nacional  le preguntaban:

-¿Ante quién harás publicidad si apenas logro vender los artilugios de importación que llenan esas estanterías que tienes delante?

Y Jordi salía al exterior aflojándose el nudo de la corbata: una prenda que se ponía en contadas ocasiones, la mayor parte de la veces compañera obligada de los saraos familiares, negativas profesionales y escarnios académicos.

Aunque en el mes de marzo en Barcelona todavía puede hacer frío, él sentía un calor asfixiante que le impregnaba de sudor su mejor camisa con el sólo hecho de pensar que el 26 de septiembre tendría que estar en el puerto francés de Penzance. Y repasaba mentalmente las cuadernas que aún estaban sin forrar, o la cubierta que navegaba por el suelo del taller separada todavía del casco. Un sudor frío le invadía y le quitaba el apetito. Por eso, perdía peso, mientras que el dinero que debía alimentarle engrosaba esa conjunción de madera y plástico que iba tomando forma de barco.

Jordi había construido el Malu con sus propias manos para particicipar en la Mini Transat de 1981.

Fueron meses de suplicio entre la impotencia, la ilusión y la desesperanza de no saber  si lo lograría. Pero pudo con todo y, sin saberlo ni siquiera él, un día llegó a la línea de salida; extenuado, delgado y consumido cuando le vi en los pantalanes de Penzance con su aire introvertido de profesor de química a punto de descubrir la desintegración del átomo marinero.

Días antes de zarpar, Helen, una amiga de Cristian Massicot, le cedió algunas de las cosas del regatista francés, que falleció en Cabo Lizard cuando navegaba para tomar la salida. Muchos dijeron que traía mala suerte coger cosas de un náufrago, pero las necesidades de Jordi eran demasiadas como para andarse con supersticiones: por ello no despreció unas cartas de navegación, poleas inexistentes en su jarcia y otros accesorios para completar el precario estado de su barco.

Jordi dijo a los dos periodistas celtibéricos que estábamos allí:

-Con salir creo que moralmente he ganado la regata.

Y no le faltaba razón; es más, creo que zarpó de forma heroica. El día anterior me mostró las partes del barco todavía sin terminar; sobre todo le preocupaba una bomba de sentina de la  que carecía y la estanqueidad del tambucho de proa.

 A pesar de ello, a las cinco de la tarde de un melancólico 26 de septiembre de 1981, los veintiséis diminutos barcos se hacían a la mar, invadiendo de dudas la bahía de Penzance.  Este es el testimonio de Jordi recogido por Bitácora, adaptado por mí tras su naufragio.

EN PRIMERA PERSONA

“Al salir, el viento era bastante fresco, e iba con rumbo de ceñida subiendo y bajando por una mar de fondo realmente importante. El barco escoraba demasiado; apenas había tenido tiempo de probarlo, por lo que no conocía bien su comportamiento; pero se tumbaba mucho cuando cazaba las velas y le pedía potencia en ceñida. El primer día transcurrió con esa normalidad que se da en los barcos pequeños fabricados por uno en los que hay que ir terminando cosas sobre la marcha. Navegué de ceñida toda la jornada; la marcha era buena, a pesar de que ceñir no era su fuerte al estar diseñado para popas.    

Jordi Nadalmany.

Jordi Nadalmany, un buen marino, al que solo la falta de medios privó de una travesía exitosa.

El segundo día, desde el amanecer, comenzaron los problemas serios: la escotilla de proa hacía mucha agua. Para cuando lo advertí, la cámara de proa estaba anegada, y como no tenía presupuesto, no había podido instalar una segunda bomba. También se rompió el "reacher", que quedó inservible. Para colmo de males los depósitos de agua dulce empezaron a perder, juntándose con el agua que embarcaba por la escotilla de proa. Todo estaba mojado, las cartas, los víveres, la ropa. Con tanta agua las baterías empezaron a perder su carga y tuve que encender el generador de gasolina, con el peligro de los gases que lanzaba su escape en el interior del barco.

Me estaba ocupando de todo menos de a hacer que el barco navegase. Estaba deprimido y agotado de reparar una cosa tras otra. Así que descuidé la estima y, durante unas horas no sabía en qué punto me encontraba. El jueves uno de octubre me pude situar al través de Ribadeo, lo que me indicaba que había abatido mucho. Para acabar de arreglar mi complicada situación, entre el viernes dos de octubre y el sábado tres tuve que ponerme a la capa, pues la cola del huracán Irene alcanzó las costas españolas. Fue una experiencia terrible con vientos desatados que me hizo preguntarme si lo superaría; pero lo aguantamos, aunque quedé desfallecido.     

Con los radiofaros de Estaca de Bares y Cabo Prior pude posicionarme de nuevo. También tomé un par de rectas de altura, a pesar de las nubes que cubrían el cielo y del movimiento del barco, que saltaba entre las olas aumentando paulatinamente las averías.

Pasada la Coruña, decidí dar bordos hacia fuera hasta alcanzar el meridiano diez, para después virar. Hacía 70 millas hacia el Oeste y regresaba a tierra. Convencido de que me encontraba al través de Vigo, el domingo cuatro de octubre hice balance de la situación: según la BBC se esperaban vientos del norte que me llevarían en la buena dirección. Físicamente estaba agotado, ya que el piloto automático no gobernaba bien. Mi cuerpo se estaba llenando de llagas debido a la humedad. Había roto un par de velas y todas las fundas de los sables de la vela mayor, dos candeleros que me arrancó la mar, y otras desgracias más o menos llevaderas. Pensé abandonar, pero tras cavilar un rato y respirar muchas veces decidí aguantar en espera de tiempos mejores.      

Aquella noche me costó acomodarme en la litera pero me dormí agotado. Me desperté bruscamente muerto de miedo y congoja. Una ola enorme había roto sobre el barco y lo escoraba de forma brutal. Caí de la litera golpeándome en la espalda y las piernas. Asomé la cabeza por la escotilla de la cámara, y vi un aterrador acantilado definido en la noche. Buscaba una linterna cuando el barco, empujado por otras enormes masas de agua, chocó contra las rocas. La quilla se arrancó de cuajo. Otra ola aún mayor volcó el Malu y lo desarboló, dejándolo volcado con la cubierta apoyada en las piedras. Estaba encerrado y no podía salir.

La mar golpeaba una y otra vez contra los restos de mi barco, y no podía hacer nada por evitarlo. A través del tambucho veía las rocas negras y la espuma blanca que me castigaba con furia. No podía escapar por la escotilla al estar apoyada contra las rocas. El agua comenzaba a subir en el interior de la cámara, y un vértigo que nunca había sentido me invadió al tiempo que era zarandeado por las enormes olas rompientes contra las siniestras rocas que pasaba ante mí con velocidad como en la peor de las pesadillas.       

A pesar del intenso ruido, el casco aguantaba, pero el techo de la cabina se estaba haciendo añicos. Los compases colocados en los mamparos saltaron como el corcho de una botella, y comenzó a entrar agua por los agujeros que dejaron. Con prendas de ropa los taponé, aunque el agua entraba ya por el techo. No sé cuánto tiempo pasé dentro de aquella ratonera, hasta que una ola más grande depositó al barco sobre dos enormes piedras, que me permitió salir arrastrándome por el espacio que dejó la resaca cuando se retiró.       

No miré atrás, y comencé una loca carrera trepando por las peñas, mientras los trenes sucesivos de olas lamían la pared y casi llegaban a arrastrarme. Llegué arriba del acantilado como pude y anduve durante un rato sin rumbo, mareado y extenuado por la subida. No sabía dónde me encontraba, pero estaba vivo y no tenía heridas graves; solo rasguños por todas partes. Un sendero, que apenas lograba distinguir en la noche, me llevó hasta una edificación: era una ermita solitaria cuya campana repicaba de vez en cuando movida por el viento.  Anduve durante una hora hasta que divisé las primeras casas de un pueblo. Eran las seis de la mañana cuando llamé a la primera puerta que tuve delante. Estaba en Camariñas como me dijeron después, y seguía vivo, aunque había perdido mi barco


CONCLUSIÓN

Este es el relato de Jordi Nadalmany, un buen marino, al que solo la falta de medios contribuyeron a su derrota. Sacar enseñanzas de esta historia es sencillo. Hacerse a la mar, por mucho que la ilusión sea tan fuerte como la de Jordi, es algo que no debe forzarse. El mantenimiento del barco, por concienzudo que sea, debe dejar tiempo para la navegación, alimentarnos y, sobre todo, descansar. Forma parte de la vida a bordo, y hay que darle tanta prioridad como al trimado de las velas.        

El despiste que tuvo a la hora de conocer su posición antes de acostarse fue el resultado de cinco días infernales, con cola de ciclón incluida, que no le dejaron prestar la debida atención a algo tan vital como es saber dónde estás. Que el tamaño del barco fuese demasiado pequeño, como dijeron algunos medios de comunicación, no es lo más importante: ya entonces había barcos diminutos bien pertrechados y mejor arranchados que dejaban en evidencia a muchos veleros modernos. El descanso sirve para mantener la mente clara y ágil  cuando las cosas se complican.     

Tras horas de conversar con los protagonistas de las más famosas regatas de altura todos llegan a la misma conclusión: las pausas para el sueño, alimentarse correctamente, e incluso el aseo personal establecen el equilibrio necesario para aguantar periodos tan prolongados en la mar.  En el caso de la navegación en solitario tiene mayor importancia.          

Antes de zarpar, y aunque parezca una obviedad, debemos contar con un barco de confianza, que dominemos, que lo podamos sentir. Luego, la mar ya se encargará de darnos trabajo, y zurrará nuestra embarcación hasta cambiarle ese bonito aspecto de marina deportiva que todos poseen antes de una regata de verdad. Pero si zarpamos mal pertrechados, nuestra situación sólo puede ir a peor. 

Han pasado cuarenta años desde este brutal naufragio, pero los accidentes en la mar se siguen produciendo por similares circunstancias, pues los humanos, por lo general, solo aprendemos de nuestros errores; algunas veces, las menos, las experiencias vividas por otros nos sirven de reflexión y aprendizaje. En el tiempo transcurrido, los avances en comunicaciones y la mejora en alimentos y materiales ha sido enorme, y la Mini Transat se ha convertido en la escuela de los futuros navegantes oceánicos, que más tarde veremos en la Vendée Globe: pero los peligros inherentes al medio siguen siendo los mismos, y los errores se pagan de igual manera, ya que la mar no suele dar segundas oportunidades.

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