Su aspecto era el típico del funcionario que espera una nueva víctima. Iba armado y acabábamos de llegar a un lugar donde las garantías de toda índole escaseaban. No era alto, pero el descuido en el uniforme, su gran barriga y esa mirada desde detrás de la papada mal afeitada, imponía respeto a sus inmediatas decisiones y cómo nos afectarían. Su escritorio mostraba un bloc de papel, un periódico ya leído, la fórmica levantada y rota en tres lugares, un teléfono de dial giratorio, y la butaca donde asomaba la espuma a través de una costura abierta del tapizado.
Estábamos ante un oficial de inmigración y aduana en la costa africana. Mi francés es bueno, e informé que yo era argentino, que habíamos recalado buscando abrigo por el mal tiempo. «Ah! Un Argentin! Ça c’est bon!», dijo el funcionario, y ví la luz del otro lado del túnel.
Es un fenómeno internacional, los ciudadanos de países del tercer mundo establecemos inmediatamente una conexión. El funcionario y yo ya estábamos hermanados. A continuación preguntó si llevábamos elementos prohibidos a bordo. No. ¿Vino? Sólo para consumo propio. ¿Sobra alguna botella? Podría ser.
El Virgo Maris, Standfast 40 de bandera holandesa en ruta a Canarias y Martinica, era gratamente bienvenido en el reino. Pregunté dónde podía comprar un alternador, ya que el del motor del barco se había estropeado y sabía que las posibilidades de repararlo y que aguantara los 20 días de cruce del Atlántico eran remotas. «¡Un primo mío le ayudará!», respondió el aduanero con cara de palabra de honor.
Ansiedad innecesaria
Seguir el viaje con cuatro huéspedes y sin baterías significaba no tener bombas de achique ni bomba de agua potable ni instrumentos ni radio ni luces de navegación. Poder se podía, pero sólo en emergencia, ya que a los huéspedes esa situación les generaba cierta ansiedad innecesaria.
Llega el primo, con aspecto de experiencia adquirida en prisión y riñas callejeras. «On y va!», comanda, una vez le muestro lo que necesitaba (llevaba el alternador roto conmigo por lo de la imagen que vale mil palabras). Instintivamente busqué el coche donde subirme, pero sólo vi una Mobilette que era la viva imagen mecánica de su dueño. El primo llevaba bien el vehículo pese a mis 95 kilos en la grupa y el viejo alternador trabado entre su coxis y mi aparato reproductor. Las calles de tierra apisonada no ayudaban. Llegamos a la avenida principal y creí por un momento que ya casi estábamos. Los neumáticos de los camiones-tolva nos pasaban muy cerca, altos, amenazantes. Yo apretaba el alternador como si su integridad tuviera algo que ver con la mía.
Pasaban los letreros en francés y árabe, se reducía el ancho de las calles, se avejentaba la edad media de los coches en los que el óxido era el estado imperante. Vuelven las calles de tierra, una zona de chabolas, carteles sólo en árabe, y de repente paramos frente a una caseta hecha de bloques de cemento sin revoque donde un señor local bebía té de menta en un vaso algo grasiento.
El primo me pide el alternador mientras yo calculaba los minutos que me quedaban de vida. El del té lo observa, y se mete a través de una cortina de lona engomada. A los cinco minutos aparece con un alternador nuevo como el que yo necesitaba. Pregunto el precio y pago en cash la mitad del costo de uno de segunda mano. La vuelta al puerto en moto ya no pareció tan peligrosa. Llegamos a Martinica el 23 de diciembre de 1983 con las baterías cargadas. El aduanero ya había disfrutado su botella de vino.
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