Estoy en la playa de Illetas militar, debe ser la primera vez que vengo en mi vida. Hay una competición de kayak de mar y de paddle surf, y he venido a acompañar a mi hijo.
Esperando a que comience la competición y delante de mí (más allá de la zona balizada) cuento una treintena de barcos. Sentado en la arena, parecen un muro infranqueable, aunque, a buen seguro, han dejado cierto espacio para el borneo. Habría que hacer algo; habría que instalar un sistema de fondeo controlado, boyas por esloras: los más pequeños, más cerca; los de mayor eslora, más lejos; cadenas y amarras que aguanten más de 10 nudos. Calcular el espacio que hay y poner, no sé, 40 boyas. Y si llega uno más, pues nada: aquí no entras.
Pero, ojo, estoy en la playa y aquí también habría que hacer algo, hay una hartá de gente. Seguro que alguna de estas instituciones que tanto cariño nos tienen a los aficionados a la náutica algo tendrá que ver con la primera línea de mar hacía tierra. Yo propongo conocer la capacidad de carga de una playa, cuantas toallas caben más un perímetro, más unos pasillos para el correcto circular de los bañistas y poner un torno en la entrada de la playa. Vamos un poco más allá: un sistema en el que tú reserves con antelación, selecciones la playa, el medio de transporte hasta la misma (evidentemente, el peatón y el ciclista tendrá preferencia sobre el usuario de bus, moto o coche) y, cada día, saldrá quién puede ir a la playa. A los eco estos les parecerá maravilloso, porque seguro que les parece mal que alguien quiera ir a la playa a tomar el sol. Nos va a quedar un estado totalitario maravilloso. Estado totalitario, playas cómodas para todos.
¡Eh! Y una tasa cuando se reserve la playa. Algo simbólico, para que el ciudadano se dé cuenta del privilegio de la playa, pero a rascarse el bolsillo.
(Recuérdenme que me lleve un sombrero cuando vaya a la playa, me pasan por la cabeza ideas muy extrañas y distópicas)