Innovación es todavía un término progre que queda bien en un discurso, y que la mayoría de los gobernantes confunden con invención. La innovación mejora algo existente para hacerlo más aceptable, asequible o eficiente. Una invención no es necesariamente innovación. La innovación existe cuando la invención se implementa como productos, servicios o procedimientos nuevos o mejorados que encuentren una aplicación exitosa. El diccionario de la RAE lo define así: «Creación o modificación de un producto, y su introducción en un mercado».
Un panel de LED es un invento, se transforma en innovación cuando informa sobre la llegada del bus en la parada, al servicio del ciudadano.
Vamos a la náutica: a ver cómo nos pilla lo de la innovación. El GPS es un invento, pero sincronizado con una carta náutica digital es una innovación (el plotter). Entonces más que inventar se trata de aplicar inventos para que sean de utilidad.
Sin embargo, en esta bendita tierra donde hemos elegido o nos toca residir, el asunto no es tan claro ni se maneja por las sempiternas leyes de la lógica, que parecerían haberse alejado de España demasiado temprano en su joven democracia.
Nuestra fruición por las normativas, defendidas y manipuladas por los gobernantes, hace casi imposible que las innovaciones puedan abrirse paso. En nuestro caso, podemos diseñar un excelente parque de boyas para facilitar el amarre en zonas de posidonia o protegidas, utilizar cabos de última generación como el Spectra, anclas de tierra que no afectan el fondo marino, sistemas de conexión elástica y boyas de volumen medio que produzcan un efecto atenuador y de poca translación (además de ser más resistentes al oleaje). La sola mención de esta posibilidad ya se califica como herejía marítima poniendo los pelos de punta a aquellos que sólo quieren apoyar ideas o acciones con suficiente historial, probadas, reflejadas en artículos técnicos: nones, a ver si sale mal y nos explota en la cara. Son los mismos que se llenan la boca autodefiniéndose como defensores de la innovación.
Un asco. Les cuento otra, verídica y de la que me tocó formar parte: Brad Robertson de Save the Med, una ONG de protección del mar, tuvo la idea de organizar la recogida de basuras entre las embarcaciones que usualmente se encuentran fondeadas en, por ejemplo, Portals Vells, Santa Ponsa o Magaluf. Se entablan conversaciones con puertos deportivos de la zona para poder descargar las basuras correctamente. Hasta allí, bien. Una agencia de construcción y mantenimiento de grandes yates, Masters Yachts, se ofrece a proveer las dos neumáticas para hacer el trabajo.
Tripulantes españoles y guiris (debidamente licenciados) se ofrecen para tripular voluntariamente esas neumáticas. Brad y Richard Masters, propietarios de Masters Yachts, me piden que los acompañe a la Capitanía marítima para averiguar qué permisos se necesitan. Y allí, en media hora, nos fulminaron con reglas a cumplir por las barcazas de recolección de residuos de los buques. De repente, decenas de toneladas de basura de un crucero eran lo mismo que 20 bolsas de residuos urbanos. Aunque el servicio fuera gratis, nos sugirieron que montáramos una empresa de recolección de residuos, con personal fijo y barcazas homologadas. En ningún momento evaluaron hacer una consulta a Madrid a ver cómo podía encararse el asunto.
Me dio la impresión de estar molestando sólo por haber planteado la posibilidad de hacerlo. Habíamos encontrado otra parte de la Administración del Estado para la que innovación es algo molesto, sinónimo de mal rollo y definitivamente un camino a no seguir.