Desde siempre, la estabilidad de los barcos ha sido un tema vital para el éxito de sus singladuras. El trabajo de los carpinteros de ribera (mestres d’aixa) resultaba fundamental para conseguir que un barco navegase con garantías. Desde la proporción de las medidas hasta la elección de las maderas con qué construir el barco y el lugar donde hacerlo, era un trabajo que requería de sabiduría, habilidad, tesón y mucho esfuerzo. Las proporciones que eran más usadas en los siglos XIV y XV seguían la fórmula tres, dos y as: en la que la eslora es tres veces la manga y esta dos veces el puntal. En el caso de las galeras esta proporción era diferente, siendo la eslora bastante mayor en proporción a la manga, llegando a ser hasta siete veces la manga.
Es curioso que el galeón, palabra que deriva de galera o de galeota, sea el buque manco (sin remos) por excelencia y principal protagonista de la Carrera de Indias y del Pacífico. Sus proporciones quedan a medio camino entre la galera y la carraca. Se puede afirmar que obedecen a la fórmula cuatro, dos y as: es decir, la eslora es cuatro veces la manga. Las formas del casco van evolucionando; las popas pierden su forma redondeada y pasan a ser rectas y las amuras se afinan. El acastillaje también se va modificando. El castillo de proa se va desplazando algo hacia popa disminuyendo su altura, mientras que el bauprés se alarga, permitiendo que, desde ella, se pueda maniobrar la jarcia de proa, además de portar una vela cebadera. Todo ello hace que los galeones se conviertan en barcos más maniobrables, marineros y rápidos, llegando a alcanzar velocidades de siete nudos y navegando razonablemente bien en ceñida, además de ganar capacidad de carga.
Pero ¿cómo mantener la estabilidad de esta gran máquina teniendo en cuenta la altura de su arboladura y el empuje del viento en las velas, además de los embates de la mar? Independientemente de la sabiduría de los carpinteros de ribera a la hora de construir los barcos, resultaba fundamental una buena distribución de los pesos a bordo. Para ello se dotaba de lastres fijos a los galeones: piedras, guijarros, mortero de cal. Pero esto no era suficiente; hay que tener en cuenta que también se debían cargar todas las provisiones, los cañones, la pólvora, la carga que debía transportarse desde un puerto a otro, las armas, los hombres, la aguada... Y si tenemos en cuenta que cada hombre tenía asignada una ración de unos dos litros de agua diaria, para una dotación de trescientos hombres y un viaje de tres meses, se debían embarcar nada menos que cincuenta y cuatro metros cúbicos de agua en toneles.
A medida que se iba consumiendo el agua, el vino, el vinagre y demás provisiones de a bordo, el centro de gravedad del barco podía sufrir alguna variación que hiciese peligrar su estabilidad. Para evitarlo, los toneles se rellenaban con agua de mar. De hecho, en muchos de ellos se construía un grifo perfectamente protegido por debajo de la flotación, grifo que permitía tener acceso a agua de mar limpia. En caso de no transportar mercancías, se solía añadir lastre usando arena, que era descargada cuando no se necesitaba, siendo sustituida por la carga.
La estiba de los cañones era fundamental. Los más pesados se ubicaban en la zona más baja y hacia proa, lo cual mejoraba la estabilidad y maniobrabilidad del buque. A medida que se subía su ubicación, se utilizaban menores calibres. De esta forma se conseguía que los galeones fuesen estables y se adrizasen cuando había mal tiempo. En caso de emergencia, en muchas ocasiones se recurría a la echazón, tirando por la borda aquellas cargas pesadas que pudieran comprometer la flotabilidad del barco.
Galeón sueco Vasa: dotado de sesenta y cuatro cañones de gran calibre en las tres cubiertas; las troneras inferiores muy próximas a la línea de flotación; no se lastró correctamente. En su viaje inaugural, a los quince minutos de haber zarpado, una suave racha de viento hizo que se escorase de forma irremediable, entrase agua por las troneras inferiores y se hundiese.