Hace unos cuantos años vi un documental que me dio qué pensar. Se llama Un mundo tóxico, está disponible en la plataforma de RTVE y trata sobre la transición de las bombillas incandescentes a las fluorescentes, esas que apenas alumbran y almacenan en su interior una cantidad pequeña pero altamente contaminante de mercurio.
La conclusión que se extrae de la película es que aquel cambio de tecnología, apoyada por las organizaciones ecologistas e impuesta por ley (las bombillas de filamento fueron retiradas del mercado), no sólo no sirvió para reducir de forma relevante las emisiones de gases de efecto invernadero, sino que además provocó un grave problema medioambiental añadido.
Las lámparas de bajo consumo se comercializaron y fomentaron sin establecer responsabilidad alguna de las empresas fabricantes y la población en ningún momento fue advertida de que cuando una de aquellas bombillas se rompe, el residuo que genera en forma de polvo libera mercurio, un elemento dañino para la salud y el medio ambiente.
La mayoría de sistemas de iluminación funcionan hoy mediante tecnología de leds, pero los fluorescentes y las conocidas como bombillas de bajo consumo sobreviven en una gran cantidad de hogares y empresas con toda su carga tóxica almacenada. El resto, las que se fundieron, dejaron de funcionar o simplemente se quebraron fueron a parar a los contenedores de basura y de ahí a los vertederos.
No puedo evitar pensar en el caso de las bombillas cuando observo la prisa que existe por tomar ciertas decisiones bajo el pretexto de mitigar los efectos del cambio climático. Me pregunto si muchas de estas acciones, avaladas por ecologistas e impulsadas por políticos sin mayores conocimientos en la materia, no terminarán siendo contraproducentes; si la electrificación no generará una demanda imposible de cubrir con fuentes energéticas renovables y nos limitaremos a desplazar la misma contaminación de un lugar a otro; y si todas las enormes baterías que se espera sustituyan a los motores de combustión no acabarán abandonadas en vertederos, empozoñando la tierra y los acuíferos, como el mercurio de las antiguas lámparas ecológicas.
Planteo todas estas dudas a los expertos que conozco y ninguno me sabe dar una respuesta. Ven imposible cumplir el objetivo de cero emisiones para la flota de barcos de recreo que pretende el Govern y, en general, coinciden en que el proceso de electrificación se está acelerando sin analizar sus consecuencias económicas, sociales y medioambientales. Prefieren no hablar en público, señal de que las opiniones disidentes, aunque bien fundamentadas, están muy penalizadas en determinadas materias.
Nadie pone en duda el cambio climático y la necesidad transformar el modelo energético. Sin ser un sector particularmente contaminante, la náutica de recreo no puede permanecer ajena a esta realidad. Faltaría más. Sin embargo, es necesario exigir que el proceso de conversión se lleve a cabo de una manera racional, dentro de unos plazos razonables y valorando las consecuencias asociadas a las nuevas tecnologías. Pretender que en siete años los puertos estén electrificados y todos los barcos funcionen con baterías es una ensoñación y un absurdo. No caigamos en la paradoja de las bombillas.
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