Llega la primavera. La mitología griega dice que Persephone volvía del Hades (el mundo de los muertos) y reinaba en la tierra por nueve meses. Su sola presencia traía el buen tiempo y hacía germinar plantas y flores.
Para nosotros el 21 de marzo es el final astronómico del invierno y emocionalmente algo parecido a lo de los griegos: mejora en el tiempo, subida de las temperaturas y comienzo de la animación de las actividades de temporada. Llega Semana Santa, atrás quedan los fríos días de febrero, comenzamos a planificar el poner el barco a son de mar, a pensar en el postergado crucero a Cerdeña, a la Costa Brava o a Sicilia. Pero aquí en Baleares no bastan la frescura y los poderes de Persephone para poder disfrutar del maravilloso entorno en el que vivimos.
Los dedos acusatorios de los gobernantes siguen apuntando a la náutica como generadora de polución, mientras sus emisarios siguen llenando de caca zonas costeras, situación que desbordará nuevamente al sobrepasarse en verano la capacidad de las depuradoras.
En la Feria Internacional del Turismo en Madrid se presentan las islas bajo la imagen de sostenibilidad y se anuncia una alarmante reducción de reservas de alrededor de un 20% en 2019, acusando a Egipto, Túnez y Turquía de robarnos los clientes por ser mas baratos. Imagino a una familia del norte de Europa hojeando el periódico, viendo la tele e investigando en Internet. Esa familia a la que le gusta planificar sus vacaciones con tiempo, lee en los medios que Mallorca le ofrece jóvenes que se tiran por el balcón de los hoteles, playas de arena sucia, un mar donde flotan soretes de residentes y visitantes, atropellamientos de ciclistas en las carreteras, pequeñas (pero inequívocas) manifestaciones en las terminales marítimas declarando la aversión y el rechazo de Mallorca a los turistas de cruceros, grafitis contra el turista de a pie y palo al turista que alquila coche por los embotellamientos de tráfico que genera.
Y el turista serio, ese que nos gusta por la capacidad adquisitiva y respeto al entorno y que placenteramente deja su dinero en las islas, sonríe y piensa: «Todo eso molesta, pero yo salgo a navegar y paso de ello». Y llega a una de las calas que conoce y cuyas fotos están en todas las guías náuticas, descritas como pequeños paraísos (que lo son) y fondea con su barquete de 9 metros de eslora y se le viene encima una neumática tripulada por gente del Govern, Terraferida o el GOB gritándole que allí no se puede fondear, que se vaya inmediatamente o le caerá una multa que ya te veo, que está destruyendo la posidonia.
Nuestro turista náutico, absorto, se excusa explicando que en las cartas náuticas no hay nada marcado, tampoco ninguna boya o conjunto de boyas indicando un perímetro protegido. Lo único que existe es un documento gráfico adjunto al decreto del 27 de julio de 2018 de protección de la posidonia. Claro, es que los turistas deberían estudiar todas las leyes, en castellano o en catalán, y obrar en consecuencia. En tierra, cuando se crearon las zonas ACIRE, se desplegaron carteles indicativos y dieron unos meses para que los automovilistas fueran acostumbrándose al nuevo orden. Parece que en el mar eso no se puede hacer. Si seguimos así, cada día seremos menos los que dejan que el mar y el viento les generen ese placer algo atávico de fundirse con la naturaleza. Una ventaja: navegando aguas afuera, en una pierna con viento al través, no colisionaremos con soretes.