«...5 bonbas, las 2 sirben de rueda con sus cadenas de fierro y ruedas, y las 3 guarnidas cada una con su picota, zuncho y cubos de fierro...» Inventario del galeón San Phelipe, 1653.
Esta referencia a las bombas de achique de un gran galeón del siglo XVII es una de las evidencias escritas más antiguas de la que se tiene constancia sobre los sistemas de achique de sentinas en la época de los galeones. En ella se puede constatar que se determinaba el número de bombas de agotar de que debían estar dotados los navíos, además de especificar que fuesen de dos tipos diferentes: las clásicas, de sistema aspirante-impelente, y las de ruedas y cadenas. Este último sistema ya se empleaba en época romana; eran los sentinaculum. Existe alguna referencia escrita en el siglo XV, como el encargo de «...dos bels fusts redons per dos trompes...» que hace Miguel Gualbes a un carpintero de ribera de Mataró o el asiento en el inventario de los astilleros de Barcelona sobre «una trompa de sgotar».
¿Tan importante era dotar a los barcos de bombas de achique? En realidad, no solo era importante ¡era vital! Y de hecho, lo sigue siendo en la actualidad. No se puede concebir un barco sin las bombas de achique, que permiten vaciar el agua que va entrando en sus sentinas. Y más en los barcos de la época. La entrada de agua, tanto por el casco como por la cubierta, sobre todo durante los temporales y las batallas, era constante y era necesario achicarla para garantizar la flotabilidad de la nave, y su mantenimiento era esencial. De ello se encargaban los carpinteros y calafates.
Las bombas estaban instaladas en sitios clave del barco, lugares ubicados en las zonas más bajas de las naos, eran las cajas de aguas, que actuaban a modo de pozo donde se recogía toda la que entraba a bordo. Para que el agua pudiese llegar a este lugar de la sentina se abrían unos agujeros en las varengas: eran los imbornales de varenga. En galeones más pequeños el agua corría directamente sobre el mortero de cal y guijarros utilizado de lastre entre varengas, hasta depositarse en las cajas de aguas, consiguiendo que las bombas siempre estuviesen, en teoría, cebadas. Cada día, al alba, debían accionarse para vaciar el agua acumulada. Claro que el agua, en su recorrido, arrastraba todo tipo de detritus y restos de animales e insectos muertos, además de madera podrida, por lo que el caldo acumulado era más que insalubre debido al ácido sulfhídrico generado. De hecho, más de un hombre murió al bajar a reparar las bombas cuando estas se averiaban o atascaban: «Espumeando como un infierno y hediendo como el diablo sale el agua de las bombas».
Las bombas clásicas se construían perforando un largo tronco que descendía desde la cubierta hasta el fondo, formando un tubo por el que se desplazaba el pistón de la bomba. Podían fabricarse en bronce o en madera y, si bien aquellas eran más apreciadas, las elaboradas en madera eran más fáciles de construir y reparar. Se accionaban desde cubierta, mediante palancas en el caso de las clásicas, o mediante una rueda y cadenas las otras. Las pestilentes aguas caían en cubierta y eran guiadas a la mar a través de las dalas, canales hechos con tablas sobre la cubierta para evitar que se esparcieran por ella.
Pero la rutina del achique diario se veía a menudo interrumpida por la entrada masiva de agua debida a un temporal, una vía de agua o una batalla. Entonces se oía la temida orden del capitán: «¡Todas las manos a las bombas!». La tripulación se ponía a accionar las bombas de achique sin descanso, hasta conseguir que el nivel de agua a bordo bajase y permitiese las reparaciones. La alternativa era bastante siniestra.
«...hay mal olor, especialmente debajo de cubierta, intolerable en todo el navío cuando anda la bomba y anda más o menos veces según el navío va bueno o malo; en el que menos anda es cuatro o cinco veces al día, aquella es para echar fuera el agua que entra en el navío, es muy hedionda...» Eugenio de Salazar, oidor de La Española, 1573.