Hoy les cuento algo lejano en tiempo y distancia que sucedió en un lugar que me tocó conocer muy bien cuando era inmortal y erudito (entre mis 20 y mis 30 años) y solía navegar a menudo por canales, riachos y arroyos del Delta del Paraná, al norte de Buenos Aires, y trabajar en el varadero del Tigre Sailing Club, en la confluencia del Rio Luján con el arroyo Fulminante.
El Delta es región de pocos. Todo argentino ha oído hablar de él, pero pocos lo conocen, y eso que está a unos 30 kilómetros del centro de Buenos Aires y muy bien conectado por carretera, bus y tren de cercanías (50 minutos). El 95% de quienes han navegado por el Delta no han pasado de la primera sección, la parte más cercana a la ciudad, donde se encuentran los clubes de remo, los restaurantes y las casas de fin de semana que justifican comprar una lancha y disfrutar de la náutica fluvial.
Cuando los conquistadores españoles llegaron a la zona en el sigloS XVI, ésta se hallaba habitada por los canoeros chaná, una tribu con fuerte influencia guaraní, indios que habitaban mas al norte, en nuestra provincia de Corrientes y lo que luego sería Paraguay. Ellos llamaban al Delta "Karapachay". Unas 43 millas náuticas separan Tigre (Argentina) de Carmelo (Uruguay), 43 millas de aguas marrones en permanente movimiento, vegetación muy densa, cauces vírgenes y riachos a veces bajo una tupida cúpula vegetal. Atravesado por el Paraná de las Palmas (navegable hasta Paraguay), el delta se extiende unos 320 kilómetros entre el Paraná y el Uruguay, y su área total es de unos 14.000 kilómetros cuadrados, mas o menos cuatro veces la superficie de Mallorca. Su población permanente es de unas 380.000 personas. Durante el SXIX, a esta zona se le llamaba "La matrería", siendo los matreros bandidos rurales que se ocultaban en la hirsuta protección vegetal de esta zona, huyendo de la justicia. Es muy fácil escuchar historias de fauna, flora, isleros (se prefiere el barbarismo "isleros" al correcto "isleño"), crecidas e incendios. Lo que sucede en el Delta se queda en el Delta y no sale del Delta. Es una inmensa isla geográfica, biológica y cultural.
Al NE de la desembocadura del Paraná de las Palmas existe una zona donde la corriente pierde velocidad al adentrarse en el Rio de la Plata y la tierra en suspensión que trae el agua va depositándose en el fondo formando irremisiblemente nuevos bancos, juncales y luego islas. Allí es donde mucho "lanchero" (dominguero náutico) fondea para comer y bañarse mientras disfruta del perfil de Buenos Aires en el horizonte. Hay una especie de ensenada, que no es otra cosa que una zona donde el agua de los canales que allí desembocan no lleva sedimento suficiente para transformarlo en juncal o isla. El paraje es conocido como Los Bajos del Temor.
Se atribuye el nombre a la poca profundidad y la facilidad de varar allí, pero la tradición oral del Delta nos cuenta otra cosa.
En esa zona, sobre 1850, hubo piratas. Al ser los fondos muy cambiantes, la meteorología extrema, y el tráfico de pasajeros y mercancías abundante, mucho pailebote varaba y era presa fácil de los piratas que con embarcaciones muy rápidas y ligeras y a veces hasta con jangadas o a pie sobre los bancos de arena, los abordaban. Estos piratas eran particularmente violentos y sanguinarios, y nunca dejaban testigos sin importar género, edad o condición. Provenían de Argentina, Uruguay, y a veces de Paraguay. Los isleños los conocían y mantenían un silencio protector tanto por su propia seguridad como por la de los bandidos, una réplica sudamericana de la Omertá siciliana. Los piratas les ayudaban de vez en cuando, cuando sus viviendas tipo lacustre (palafitos) montadas en estacas para superar las crecidas ocasionadas por el Sudeste eran dañadas por las tormentas. Eran unos Robin Hood chungos.
Y entre ellos, una mujer famosa: Marica Rivero, conocida como "La Malparida". Borges, en su Historia Universal de la Infamia, describe a las mujeres pirata como “hábiles en la maniobra marinera, en el gobierno de tripulaciones bestiales y en la persecución y saqueo de naves de alto bordo”. No era nada desconocido: en el caribe Mary Read y Anne Bonnie hicieron historia, y en Asia la viuda Ching reunió a principios de siglo XIX seis escuadrones de piratas bajo su propio código de conducta y se independizó del Emperador.
Marica, con parte de sangre guaraní, operaba desde la isla La Paloma sobre el río Uruguay. Su nave insignia era un lanchón bautizado Tuguy, nombre que hacía erizar el cabello a hombres de armas, santiguarse a las ancianas y palidecer a los isleros. En 1880 los gobiernos de Buenos Aires y Entre Ríos envían una fuerza naval al mando del porteño subteniente Sixto Ferrari, de formación prusiana y tan feroz como los criminales que combatía. Cuatro años duró la campaña contra los piratas, y a fin de ese período La Malparida, su marido y compañero El Correntino Malo y otros cinco miembros de la banda fueron atrapados. Conducidos en una falúa a lo que hoy es Los Bajos del Temor, y siendo bajamar con brisa del norte, fueron estaqueados en los bancos de arena que apenas asomaban sobre el agua. Los militares volvieron a su barco y Marica gritó a Ferrari: “Añá membu'i” (hijo de puta en guaraní). Los piratas murieron ahogados de a poco, a merced de la lenta crecida de las aguas que obedecían el eterno ciclo de las mareas. Nunca se recuperaron los cuerpos, nunca recibieron sepultura.
Después de un tiempo que no había borrado la historia de la terrible muerte de La Malparida y su gente, comenzó a correrse la voz entre isleros de que “Marica vuelve de nuevo a las andadas”. Ya nadie quería pasar cerca de los Bajos del Temor, ni siquiera cuando la pesca era tan buena que los pejerreyes podían pillarse con la mano. Cuando las aguas bajaban se aparecían los siete, sus carnes desechas y llenas de algas, en su barco mohoso de verdín y profundidades, y con expresiones bestiales de ultratumba y ansias de revancha.
La balandra de tres palos bajaba serpenteando los bancos del Uruguay en esa negra noche de tormenta. La Ingrata llevaba 12 pasajeros que en ese momento cenaban en la cámara, ojos de buey abiertos, bajo cubierta. El capitán, en el puente, percibió la bajada de velocidad y oyó ese sonido rasposo que hacen las quillas cuando varan. Fue hacia proa y un relámpago iluminó una realidad que quiso asumir como alucinación, pero no pudo. Ante sí tenía a una mujer rolliza, semidesnuda, de carnes casi desechas, el largo cabello empapado y detras, una embarcación pequeña, semihundida, cubierta de verdín, donde 6 hombres armados hasta los dientes esperaban para abordar su barco. El relámpago perdía su esplendor y el capitán su vida, degollado allí mismo por lo que le había parecido un espectro.
En la cámara, los pasajeros disfrutaban de un postre exquisito. Uno de ellos, sentado junto a la puerta, su fría mirada de guerrero y navegante en muchas batallas se suavizaba apenas al observar la copa de beaujolais en la mano. El comodoro Sixto Ferrari volvía de unas vacaciones de negocios y burdeles con su mujer y dos hijos.
La puerta saltó hecha añicos y la figura espectral entró en la cámara y encaró al comodoro. “Añá membu'i”, soltó con una voz no sólo gutural, sino burbujeante, como naciendo en pulmones anegados.
Al día siguiente, la embarcación había derivado y varado en los Bajos del Temor. De sus mástiles colgaban los 12 cuerpos sin cabeza de los pasajeros, y los 8 de los tripulantes, que compartían destino y venganza nacidos en esos parajes tiempo atrás.
Durante décadas nadie quiso acercarse a los Bajos del Temor. Los espectros no existen, pero por las dudas. Hay mucho lugar donde poder pescar pejerreyes.