
Esta detallada pintura, probablemente obra de un testigo de la matanza, retrata el martirio de Nagasaki en 1622. Fuente: Wikimedia Commons
Daimyo: Literalmente «gran nombre», soberano feudal poderoso en Japón desde el siglo X al siglo XIX. Utilizaban colores púrpuras de claros a oscuros en función del nivel que alcanzaban. Los de más alto rango eran considerados nobles.
Para entender por qué ejecutaron a los 26 mártires de Nagasaki, debemos remontarnos a unos años antes de la arribada del galeón San Felipe a Tosa. Época convulsa en la que el daimio Hideyoshi logra unificar Japón, dirigiendo con destreza y mano dura a sus ejércitos y, durante la cual, arriban a la isla de Kyüshü los portugueses y, de su mano, los padres jesuitas con Gaspar Coelho al frente. Se les permite establecerse en la isla, y pronto convierten Nagasaki en un importante puerto, a la par que los jesuitas realizan una ingente labor de evangelización, convirtiendo al cristianismo a varios daimios y a miles de japoneses.
Cuando Hideyoshi llega a Kyüshü se percata del enorme poder que han adquirido los jesuitas y los portugueses, habiendo llegado a quemar templos budistas y santuarios shintoistas. La situación empeora cuando Coelho, en un alarde de arrogancia, se presenta ante Hideyoshi con una fusta (especie de galera ligera) fuertemente armada. Los daimios locales, advertidos de los recelos de Hideyoshi, instan a Coelho para que le regale la fusta, pero este actúa lenta y torpemente. Hideyoshi cuestiona a los jesuitas sobre las razones de la quema de los templos, a lo que los jesuitas que lo han hecho por los propios japoneses conversos al ver que no es ese el camino de la salvación, entre otros razonamientos. Hideyoshi publica un «edicto anticristiano» y ordena la expulsión de los jesuitas dada la mala influencia que ejercen sobre los japoneses. Tolera que los portugueses continúen ya que no le interesa que el comercio desde ese puerto con Filipinas y China se pare. Los jesuitas no llegan a cumplir el edicto, pero su labor de evangelización la siguen llevando a cabo con discreción, con el conocimiento de Hideyoshi, que lo tolera. Mientras tanto, en la metrópoli, las coronas de España y Portugal se han unificado y Felipe II es el rey de todos los territorios conquistados.
Es en esta situación cuando el San Felipe queda varado en Tosa, después de las penurias pasadas tras capear tres tifones. Las personas de a bordo, entre las que se encuentran cuatro padres agustinos, un dominico y dos franciscanos, son bien acogidos al principio. Organizan una comitiva con un regalo para Hideyoshi, con el fin de pedirle ayuda para reparar el galeón y continuar viaje a Nueva España o regresar a Manila. La comitiva la forman el capitán Landeche, el mendicante Juan Pobre, un agustino y el piloto Francisco de Landía. Viajan durante varias jornadas. No se conoce con claridad los motivos pero, tal vez la maledicencia de tres portugueses y del obispo Martins señalando que los españoles están en esa isla por otros motivos, hace que Hideyoshi no los reciba. La mercancía es requisada y los tripulantes del San Felipe, confinados en recintos inhumanos.
Hideyoshi manda a un gobernador al encuentro de la comitiva y, ante la pregunta de cómo ha conseguido Felipe II un reino tan grande, parece ser que el piloto, de forma imprudente y sobre un mapa, alardea de que para lograrlo primero se evangeliza a la población y jefes locales, lo cual hace que la conquista del país sea más sencilla al unirse los convertidos a los colonizadores.
La suerte está echada. Hideyoshi condena a muerte a 26 cristianos, 17 laicos japoneses, tres jesuitas japoneses y seis franciscanos. Una muerte que debe servir de escarmiento. Primero les cortan una oreja. Después son arrastrados con una soga al cuello y, finalmente, al llegar a Nagasaki, son crucificados y lanceados. De nada sirven las peticiones de clemencia. La orden es ejecutada mientras el resto de los viajeros del San Felipe son maltratados hasta que se les permite salir del Japón hacia Manila en la siguiente primavera.
«...Ansí murieron estos benditos y gloriosos santos con tan gloriosos fines cuando prometían sus dichosas vidas y nos asegura la certeza de sus milagros, porque es el primero y principal y que no se puede negar» Saucola, escribano del San Felipe.