El sultán quería en su megayate un sistema para saber en qué dirección estaba La Meca. Fotografía: Adobe Stock
Esto no va de dhows del Golfo Pérsico o de feluccas del Nilo. Es una historia que se remonta a 1996, cuando todavía vivía en Holanda, Tara tenía tres años y yo me buscaba la vida instalando equipos electrónicos en los astilleros de superyates.
No me iba mal, pero no dejaba de ser visto como un bicho un poco raro, ya que no terminaba de asimilar los usos y costumbres de esa sociedad con mil y pico de años de historia y convencida, como todas las sociedades que conozco, que las suyas son las verdades absolutas. Son flexibles, pero de ceja levantada cuando uno no para a comerse, a media mañana, el sándwich (no bocata) que se trajo en el táper.
Girando las cabezas a uno y otro lado entre mordiscos, me incluían en un subnivel social reservado para la gente rara, eso sí, no peligrosa. En este caso era el astillero van Lent, parte del conglomerado Feadship, en el que se construía un barco a motor de 55 metros de eslora para un sultán asiático.
Un día, me llamaron misteriosamente a una reunión en la dirección. Yo, con la típica manía persecutoria sudaca, intentaba descubrir en qué había metido la pata antes que me lo echaran por la cabeza. Nos sentamos. Todos me miraban fijo. Mi intestino empezaba a formar nudos marineros y de los otros. Y me lo soltaron: el propietario del barco quiere un sistema con un indicador de la dirección a la Meca. «No lo tenemos claro. ¿Crees que se puede hacer?». «Seguro». ¿Qué otra respuesta podía ser?.
Hablé con mi socio y jefe alemán, que estaba en Francia, y recibí un «no te metas en problemas, lo que no es estándar da dolores de cabeza» y «si quieres hacerlo, allá tú, pero no cuentes con nuestro apoyo». Se me ocurrió llamar a una línea de cruceros que presentaba sus itinerarios en una pantalla enorme ubicada en el salón principal, El software se lo fabricaba una empresa noruega. Me puse en contacto con ellos, les expliqué lo que necesitaba y les dije que esa dirección quería mostrarla en un canal de televisión de la red interna del barco. En el astillero temblaban al tener un argentino sin título la responsabilidad de dejar contento al sultán. Mi socio sudaba la gota gorda temiendo que se manchara su buen nombre y honor. A mí, no me preocupaba mucho porque no tenía ninguna de las dos cosas, así que era dividir por cero.
Durante la última semana de plazo, apareció un noruego enorme y con barba, un vikingo cibernético, con una maletita. Sacó un ordenador para juegos (no recuerdo si era un Atari o un Amiga) y pidió que le indicaran dónde podía conectarlo a la televisión del barco, al girocompás y al GPS. Y funcionó.
El halo de luz que habíamos elegido como puntero apuntaba directamente a la Meca y una imagen del barco, como referencia, permitía situarse. Casi milagroso. Salimos a las pruebas de mar y había algo que no me cuadraba. Hice el cálculo de rumbo a la vieja usanza (por tablas) y había diferencia entre ese resultado y lo que indicaba el Meca Pointer, que es como lo habíamos bautizado. Por un segundo se me ocurrió no hacer nada, ¿quién iba a comprobarlo? Pero desistí. Y de repente tuve un momento de claridad, e hice el cálculo de rumbo por ortodromia en vez del típico por loxodromia, lo que diferencia el camino más corto y el camino directo (que en una esfera no es lo mismo). Y el resultado fue el que indicaba el chisme. Llamé al noruego con la noticia, apareció al día siguiente, modificó el programa y todo el mundo contento. Excepto mi socio alemán en Francia, que dijo que habíamos tenido suerte.