
Un catamarán turístico colisionó contra el barco fondeado del comité de regatas de la Illes Balears Clàssics.
La náutica tiene un problema de imagen. No es nada nuevo, pero en los últimos años se han sumado nuevos elementos a esta histórica mala percepción. Desde los tiempos del yachting, la náutica se ha enfrentado al estigma social de ser una actividad elitista. Da igual que la inmensa mayoría de los barcos sean hoy de pequeña o mediana eslora y que sus propietarios sean gente de lo más corriente. También da igual que, gracias a la labor de los clubes náuticos, en la actualidad sea más económico practicar vela de base que muchos otros deportes. Los medios generalistas siguen hablando peyorativamente de «yate» cuando deberían decir «lancha» o «velero», y la navegación de recreo, nos guste o no, es vista socialmente como una forma suntuaria de ocio al alcance de unos pocos ricos.
Tras muchos años de hablar con unos y con otros sobre este asunto, he llegado a la conclusión de que no hay nada que hacer, pues no cabe esperar que cambie de opinión quien se halla cómodamente instalado en un prejuicio. A los aficionados a la náutica no les queda otra que asumir esta marca y aceptar que en esta vida ni todo es justo ni, por desgracia, impera siempre el sentido común. Y disfrutar del mar sin preocuparse de lo que piensen los demás.
Pero, como decía al principio, hay nuevos elementos perjudiciales para la imagen de la actividad náutica sobre los que el conjunto del sector –usuarios y empresarios– sí deberían (deberíamos) reflexionar. En los últimos años, hemos conseguido incorporar a muchísima gente a la mar, lo que sin duda ha sido positivo. El problema, según me comentaba uno de nuestros grandes regatistas internacionales, es que esa incorporación se ha producido en muy corto plazo y sin que algunas de esas personas recién llegadas a nuestro mundo –quizás una minoría, pero muy ruidosa– hayan asumido las normas de comportamiento no escritas que rigen en la mar desde tiempo inmemoriales y que han hecho posible que la civilización impere en un espacio sin apenas regulación.
Los comportamientos incívicos que los medios de comunicación recogen casi a diario durante la temporada alta en Baleares puede que no respondan a una actitud general, pero son reales y, en algunos casos, muy preocupantes. La frecuencia con la que la náutica ocupa las páginas de Sucesos no es para tomársela a broma. O nos alejamos claramente de quienes quieren trasladar al mar los peores vicios de la tierra firme o luego no podremos quejarnos si se aprueban nuevas restricciones.
Pocos días antes de escribir estas líneas recibimos la educada queja de un patrón por el tratamiento que habíamos dado a un accidente marítimo en el que se había visto involucrado un catamarán turístico. Consideraba, no sin razón, que la noticia podía ser perjudicial para la imagen del colectivo profesional y argumentaba de que no todas las golondrinas practican lo que se ha dado en llamar «turismo de excesos». Y así es. Le respondimos que los hechos relatados en la información también eran ciertos y que, como es lógico, no teníamos nada contra las excursiones turísticas. Todo lo contrario. Nos encantan y las consideramos necesarias para acercar el mar a los ciudadanos. Ni siquiera nos parece mal que puedan ofrecer animación a bordo, siempre que ello no suponga molestar a terceros.
Este caso es representativo de cómo el mal comportamiento de unos pocos puede afectar involuntariamente al conjunto. Por eso debemos marcar distancia entre quienes saben hacer uso del mar y quienes no.