Los recelos de los capitanes españoles estuvieron tras el motín contra Magallanes en la nao Victoria.
Uno de los más temidos escenarios que podían vivirse a bordo de una nao o de una flota de cinco naves como la Armada de las Especias era el motín. La palabra deriva del francés mutin (insumiso, rebelde) y esta de la voz meute (jauría, manada) que proviene del latín vulgar movita, movimiento. Pero ¿qué podía impulsar a un grupo de hombres a amotinarse contra la autoridad establecida por el rey aun a sabiendas de que el castigo era la muerte?
Las duras condiciones de la vida a bordo, la incertidumbre de dirigirse a lo desconocido y la tiranía de los mandos tal vez impulsaban estos actos de rebeldía. El hacinamiento de la tripulación a bordo era más que evidente. Tan solo el capitán tenía una pequeña estancia para su uso personal, la cámara alta, ubicada a popa en la toldilla, que deriva de tolda o alcázar. El resto de oficiales y maestranza se hacinaban en la chupeta, ubicada bajo la toldilla. Chupeta deriva del gallego choupa y esta, a su vez, del portugués choupana, que significa cobertizo, casita pobre. La marinería se tenía que repartir el poco espacio que quedaba en cubierta y bajo el castillo de proa.
Bajo cubierta no se podía acceder. En primer lugar porque era donde se guardaban todos los víveres, pertrechos, provisiones, pólvora, velas de respeto, herramientas y cabullería, y su acceso estaba restringido. En segundo lugar porque el aire era prácticamente irrespirable y la vida corría peligro por su enrarecimiento. De hecho, cuando el calafate o el carpintero debían hacer reparaciones, primero bajaba un grumete con una vela encendida y si esta se apagaba había que proceder a ventilar. Las aguas sucias se acumulaban en las sentinas, mezcla de la que se filtraba desde la mar, de los restos de las provisiones que se iban pudriendo y cayendo, de las heces y orines de las ratas y la putrefacción de sus cuerpos cuando morían. Los animales vivos que se llevaban como provisión tampoco ayudaban a la higiene, que era nula durante la travesía, excepto cuando llovía. Las cucarachas, piojos, pulgas, ácaros de la sarna, gusanos y demás pasajeros indeseables de a bordo no invitaban a intentar abrigarse bajo cubierta. La escasa agua apenas daba para beber, aparte de corromperse a los pocos días de haberse iniciado cualquier travesía, de tal forma que para beberla había que taparse la nariz. El trabajo era extenuante, las bombas de achique eran constantemente accionadas para asegurar la flotabilidad de las naves, debiéndose relevar los marineros cada poco tiempo. La monotonía e incertidumbre de la travesía tampoco ayudaban a que el ambiente mejorase.
El motín contra Magallanes en Puerto San Julián, acaecido al inicio del invierno austral de 1520, se comienza a fraguar prácticamente desde el mismo inicio de la expedición seis meses antes. Los capitanes españoles recelan de que el capitán general sea un marino portugués, por mucho que haya jurado fidelidad a la autoridad de Carlos I. Máxime cuando no les transmite sus planes durante el inicio de la expedición, tal y como había establecido el emperador, comprobando que arrumba hacia el sur siguiendo la costa africana en vez de dirigirse hacia las Antillas sin dar explicación alguna. Tal vez Magallanes, conocedor de estas mares, sabe que el viento les será favorable para cruzar el océano y llegar a las costas del Brasil en algún punto más meridional, pero el capitán general sigue hermético.
El viento del este se retrasa y el descontento va en aumento, las provisiones empiezan a escasear e incluso sufren los embates de algún duro temporal que hace que los palos se iluminen con el mal augurio de los fuegos fatuos, atemorizando y sobrecogiendo a las tripulaciones. Estos fuegos eran conocidos por los marinos con un nombre diferente para cada palo. Llamaban fuego de San Telmo al del trinquete, de San Nicolás al del palo mayor y de Santa Clara al de mesana. Pero todo temporal tiene su fin. El viento favorable salta y logran llegar a la tierra del Verzino (Brasil), donde son bien acogidos por los indios del lugar y olvidan las pasadas penurias. Sin embargo, el malestar sigue latente.
«Un pedazo de paraíso lo arregla todo». (Juan Bosco)