Hay accidentes en la mar que, cuando pasan, nos dejan cara de tontos, pues se podían evitar a nada que hubiéramos tomado unas elementales precauciones que, de puro básicas, se nos antojan innecesarias. Me refiero a los muchos naufragios acecidos por golpes del ancla contra el casco de una embarcación cuando la mar se encrespa. Así sucedió con el barco de un amigo,contruido por Viudes sobre un diseño de Nicholson, al que pusieron de nombre Cántabro. Tenía 13 metros de eslora y poca manga, lo que le permitía ceñir al viento en ángulos muy cerrados.
Navegaban desde Alicante a Málaga, su puerto de atraque. Era finales de septiembre y el tiempo todavía era bueno para la travesía, por lo que cuando dejaron por popa el cabo de Palos, pasando por el canal que hay con las islas Hormigas, pusieron rumbo a Gata. El viento estaba refrescando y tomaron un rizo a la mayor. Media hora después enrollaron la vela de proa hasta la mitad, por lo que el Cántabro frenó un poco su avance y se introdujo mejor entre las cortas olas del Mediterráneo, que los navegantes del norte llamamos “salta empastes”, pues nunca encuentras acomodo entre las masas de agua dada la cercanía entre ellas.
Eran las dos de la mañana cuando tuvieron que tomar el segundo rizo a la mayor y enrollar más la de proa. Entonces, un golpe seco muy fuerte alertó a los tres tripulantes del barco, que permanecían en la bañera unidos al mismo con sus arneses de seguridad. El durísimo levante que se había levantado les obligaba a llevar el timón por turnos, pues su tensión era muy grande dado que estos veleros navegaban mal de popa por su escasa manga. A pesar de ello, trataban de deslizarse por unas olas de tres metros con ángulos muy amplios a modo de los surfistas cuando bajan las crestas más empinadas, lo que permitía al velero recuperar su estabilidad en el seno.
Tras el potente ruido, notaron que la proa no se recuperaba tras las embestidas de la mar y permanecía sumergida. En el timón también se dieron cuenta de que pasaba algo pues, a cada instante, era más difícil moverlo; pero la noche era cerrada y no permitía ver. A pesar de ello, uno de los tripulantes logró llegar hasta la proa: en principio no vio nada extraño, salvo que el agua la anegaba por completo y no emergía cuando pasaban las masas de agua. Con la linterna que llevaba en la cabeza revisó los candeleros, el enrollador y el tambucho, hasta que advirtió que no estaba el ancla, y que su cadena golpeaba contra la amura del casco, haciendo un siniestro ruido como de sierra. Se afianzó con los pies, cambió de punto de agarre el arnés de seguridad para tener más movilidad, y tiró de la cadena hasta que alcanzó el fondeo.
Imagen del naufragio tomada con la cámara de un móvil de 2002 desde la embarcación de Salvamento Marítimo.
En el interior del velero los otros dos tripulante trataban de encontrar el lugar por el que entraba el agua provistos de ropas y lonas para taponar cualquier vía de agua. El patrón pidió varias veces ayuda por el canal 16 sin recibir respuesta, por lo que, como navegaban cerca del cabo Tiñoso, pensó que el móvil tendría cobertura. Y así fue: en Salvamento Marítimo, cuyo número llevaba en una pegatina junto a la radio, le respondieron al instante; le pidieron la posición aproximada, pero como tenía el GPS encendido la dio con precisión; les aseguró que se estaban hundiendo sin saber por qué, y que habían oído un gran impacto. Desde Salvamento les dijeron que se abrigaran, se pusieran los chalecos y esperaran a que llegara la Salvamar de Cartagena; aseguraron que estarían allí en menos de una hora. Antes de cerrar la comunicación les sugirieron que si tenían balsa salvavidas la echasen al gua; pero no la tenían por no exigirla el tipo de navegación a la que estaba autorizado el barco.
En proa, Juan ya tenía el ancla en sus manos aunque no podía ver su pozo. Antes de soltarse, iba situada en proa en una puntera de acero inoxidable, como la llevan la mayor parte de las embarcaciones de recreo. Metió los brazos bajo el agua en busca de algún agujero, pero no apreció nada.
En los siguientes treinta minutos el velero se fue hundiendo de proa de forma muy lenta dado que era de madera y ésta tiende a flotar. En dos bolsas recogieron algunas cosas de la cámara, y esperaron la llegada de la ayuda.
No habían pasado 45 minutos cuando las luces de la Salvamar se fueron acercando en la distancia. Amanecía y la mar había bajado un poco, pero todavía les llegaban olas de dos metros. Aferrados al estay y al balconcillo de popa, con medio barco todavía fuera del agua, los tres tripulantes esperaron su rescate.
El boquete causado por el ancla.
Cuando estuvieron a bordo de la Salvamar, a la que accedieron por su popa, pudieron ver el velero a unos metros a punto de naufragar: y fue cuando apreciaron la enorme vía de agua que tenía a proa en la amura de estribor que, con toda seguridad, la había provocado el ancla cuando se desprendió del barbotén del molinilllo, una pieza dentada que controla y sujeta la cadena para su izado y descenso. Con un móvil de primera generación lograron realizar las fotos que acompaño, y que Miguel, su patrón, me mandó en 2002.
Algunos me preguntaron por qué no se remolcó el barco; pero la respuesta es obvia; porque no se podía; un barco de esa eslora lleno de agua es imposible de arrastrar; además, seguirá hundiéndose, haciendo imposible el remolque.
CONCLUSIÓN
Tras este naufragio investigué el asunto de las anclas y su colocación en la proa de las embarcaciones, descubriendo otros accidentes producido por la misma causa. Así que decidí colocar en mi barco un cabo de seguridad desde la cruz del ancla, en la que suele haber un orificio, hasta el interior del pozo del ancla, anudándolo en una parte firme. Así, cuando fondeo, suelto el cabo y manipulo el ancla, y la vuelvo a sujetar cuando la tengo a bordo. Con esta sencilla operación el ancla siempre va segura y, si la cadena se saliera del barbotén del molinilllo, permanecerá sujeta y no podrá golpear el casco. En realidad estos fallos del molinillo se producen cuando la mar se endurece, pero es justo para esos momentos para los que debemos estar preparados.
Un ancla de diez kilos, que es la recomendable para un barco de 10 metros de eslora, es un martilllo contundente cuando se balancea con las olas tras haber librado un metro de cadena, tal y como podemos ver en el enorme agujero que provocó en el Cántabro. En los barcos grandes la cadena suele llevar un tensor llamado boza, que se sujeta a la cadena por medio de un eslabón, y hace la misma función que propongo. Para mí es indispensable llevar este cabo de respeto sujetando el ancla.
Así llevo sujeta el ancla de mi barco con un cabo de respeto.
Lo que me contaron de la actuación de Salvamento Marítimo coincide con la opinión de otros navegantes que han debido llamarlos: gente muy profesional; un lujo para los marinos de nuestras costas. He de destacar la falta de la balsa salvavidas en el Cántabro, como le dije a su propietario, aunque se haga navegación costera y no sea obligatoria; en este caso el velero era de madera y su flotabilidad es muy superior a la de un barco de fibra, y por ello aguantó hasta el rescate.
Hoy contamos con balsas a precios razonables especiales para este tipo de navegación. Si el barco se hubiera hundido durante los 45 minutos que tardó la Salvamar, tendrían que haber sobrevivido en el agua, generando una mayor dificultad tanto para su salvamento como para ellos mismos, a pesar de los chalecos salvavidas. Por eso siempre insisto en que, por mucho que la balsa no sea obligatoria para ciertas navegaciones, debemos llevar una a nada que nos separemos un par de millas de la costa; más, si navegamos todo el año, pues la temperatura del agua es un factor determinante para superar un naufragio.
El detalle de tener la pegatina con los teléfonos de Salvamento Marítimo pegada en la mesa de cartas es fundamental, aunque todavía es mejor guardarlo en el móvil. También, llevar el GPS en funcionamineto, pues en momentos de gran confusión nunca se piensa con la claridad necesaria.
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