Es como el diccionario de la Real Academia de España (RAE) define la palabra navegación en su tercera acepción. El hombre navega desde hace milenios. Los egipcios lo tenían relativamente fácil y sin mayor problema porque navegando en el Nilo y el Mar Rojo y mayormente de día, con algo de conocimiento y memoria visual les alcanzaba para dar solución a la necesidad de conocer su posición. Los fenicios y su comercio con el púrpura, tinte reservado a casas reales y que extraían de la concha murex, necesitaban dominar el cálculo de la longitud para planificar mejor sus entregas.
A Cartago le pasó lo mismo, y luego a Venecia, que calladamente dirigía airosa el comercio entre oriente y occidente. La ciencia se puede aprender con tiempo, algo de atención, y un buen maestro. Los desarrollos tecnológicos no han parado: el compás magnético se inventó en China en 200 a. C., y llegó a Occidente sobre el 1200. Desde 1700 mas o menos se han podido adquirir instrumentos que ayudan a encontrar la posición (cronómetro marino, octante), conocer la velocidad (corredera) y comprobar la profundidad (escandallo, sondas ecoicas). En la segunda mitad del siglo XX ya había radares para yates, radiogoniómetros, sonares y finalmente, en los ‘90, el GPS. La ciencia está con nosotros y es asequible.
El arte es más esquivo y no abierto a todos. No puede estudiarse ni comprarse, sólo percibirse, envidiarse y respetarse, porque el marino jamás está satisfecho: es socrático por naturaleza y ávido de ulterior conocimiento. Ese sexto sentido hay quien lo tiene, y hay otros muchos, la mayoría, que no lo tendrán jamás por más esfuerzo que hagan. En la navegación, el arte se manifiesta de diferentes maneras: se «siente» el barco como si fuera parte de uno, un navegante con arte sabe cuando el paño está «trabado» sin necesitar ningún instrumento: filar un poco esa escota, otro poquillo aquella para abrir la baluma, y el barco se desbloquea y ejecuta su danza libertadora entre viento y oleaje, la coreografía para la que fue creado.
El arte náutico se nota, se nota enseguida. Gente que al poner un pie en cubierta ejerce un control atávico pero indiscutible sobre el barco sin tener que moverse ni hablar. Siempre imaginé que, al embarcar, el corazón de estos agraciados baja sus latidos y la gran mayoría de hormonas segregadas tienen que ver con la emoción. Es una reacción irracional aprendida durante singladuras, una compenetración completa que no necesita exteriorizarse.
Es seguridad (sin ser dominio), es confort, es la vida que adquiere ese objeto hasta ahora supuestamente inerte y que despierta en presencia de ese ser que lo completa. Quien comparte el arte de navegar con una embarcación pasa a formar parte de ella. La compenetración es total.
Todo lo que pasa en un barco está íntimamente conectado. Este tipo de patrón es atemporal y 99% calco de quienes fueron los más grandes, como Charlie Barr o John Bertram o Eric Tabarly. Y esos barcos receptores de la devoción al mar que nos hace quererlos se dan el lujo de no compartirse, porque son únicos para cada navegante de quien forman parte, y viceversa: cada navegante los verá y sentirá de manera diferente y serán únicos en un sentido que nada tiene que ver con esloras, aparejo o desplazamiento. Qué suerte tienen quienes pueden sentir así. Es magia, es hechizo. Es privilegio.