Nubes de verano (1913), de Emil Nolde. Óleo sobre lienzo. 73,3 x 88,5 cm. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid.
Vivimos en la ilusión de la permanencia, los budistas nos lo recuerdan todo el rato. Postergamos sueños y soportamos ruindades porque creemos que hay tiempo para todo. Por eso y porque el cambio nos incomoda. Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy. Somos los campeones mundiales del apego: necesito a esa persona, esa casa, ese coche para ser feliz. Cultivamos en secreto la imagen de un yo aventurero, nómada, que desprecia los convencionalismos de una existencia burguesa. Y, sin embargo, detestamos cualquier desequilibrio, por nimio que sea: qué coñazo con el cambio de hora, me han retrasado la cita con el dentista, ahora resulta que el bar que frecuento cierra los sábados. Seamos sinceros: anhelamos estabilidad.
Deteneos unos minutos ante este lienzo de Emil Nolde y perdeos en él. Un efecto parecido al del gran angular fotográfico propicia que la pintura empuje en todas direcciones, como si quisiese desbordar los márgenes del cuadro. El punto de vista elevado acentúa esa impresión. No hay línea del horizonte, las laderas negras de las olas y sus crestas blancas la han desdibujado por completo. Lo que en principio era una marina expansiva y refrescante empieza a adquirir una cualidad claustrofóbica. Levantad la mirada hacia el cielo, que ocupa dos tercios del cuadro y buscad alguna forma conocida en las nubes. ¿No parece una gran mano ese cúmulo que proyecta su sombra en el mar? Mmmm, qué curioso, cada vez hay más tensión.
Fijaos en las pinceladas, en su nervio, en su rapidez. Nolde carga el pincel y empasta el lienzo sin miramientos. Reparad en la honestidad con la que elige los colores y los aplica emocionalmente, ajeno a la búsqueda de la mímesis. Estamos a principios del siglo XX y el expresionismo se abre paso. Nolde admira a Van Gogh y a Ensor y se siente atraído por la violencia y el apasionamiento en el arte, por la pintura como herramienta para “expresarse”. Pinta este óleo cerca del mar del Norte, en una apacible localidad fronteriza entre Alemania y Dinamarca. En menos de un año, Europa se encontrará sumida en la Gran Guerra y todas las certezas se derrumbarán. En 1914, los europeos ven desaparecer, de un día para otro, cualquier punto de referencia estable. Los equilibrios fugaces que apuntalaban sus vidas se dislocan, como en estas Nubes de Verano, donde la mirada no halla reposo, donde no hay más que cambio y transitoriedad.
Me recuerda a una travesía bastante calamitosa a bordo del Adamastor, el llaüt de mi tío Antonio. Tras un par de jornadas espléndidas en Cabrera, las cosas se pusieron feas durante la noche y, al amanecer, nos vimos forzados a abandonar el puerto e intentar llegar a s’Arenal. Nunca el mar me había parecido tan inmenso. Me coloqué junto a mi tío, más rígida que un palo mayor, muda de miedo. “O te fundes con el mar y abrazas esta circunstancia como si la hubieras elegido o vas a pasar las peores horas de tu vida”, dijo mi prima Bel a mis espaldas. Me giré: estaba cómodamente sentada en la popa, con el gesto calmo de quien emprende un crucero por el lago Como.
Aceptar la naturaleza impermanente de esta vida trae consigo una extraña libertad. Por supuesto que la certidumbre de un nuevo amanecer nos centra y nos ayuda a vivir, quién lo niega. Pero es muy saludable no perder de vista que, en realidad, todas nuestras verdades están sujetas con alambre fino y un poco de chicle.Todos los que hemos visto colapsar nuestras convicciones lo sabemos. Es verdad, vivimos en la ilusión de la permanencia, pero al menos somos conscientes de que solo es eso, una ilusión.
Autorretrato de Emil Nolde en 1917, junto a su inseparable sombrero blanco.
Mar oscuro, cielo verde (1945) forma parte de la colección de acuarelas que Nolde pintó al final de su carrera. En ellas se aprecia la influencia de los postimpresionistas y los primitivistas, así como el desengaño y la rabia de un hombre autoexiliado.
Joseph Goebbels (con gabardina) visita la exposición Arte Degenerado, organizada por los nazis en 1937, en la que toda manifestación de arte moderno fue ridiculizada. Solo el arte “heroico” y bello podía expresar la singularidad del espíritu alemán. A la izquierda de Goebbels aparecen dos óleos de Emil Nolde, antisemita y militante del Partido Nazi, pero cuyo arte no era del agrado de Hitler.
Ada Vilstrup acompañó a Emil Nolde hasta su muerte. En 1941, cuando el pintor fue expulsado de la Cámara de Bellas Artes del Reich y se le prohibió exponer o vender su obra, Ada dijo: “Estas son las gracias que el Partido le da al más alemán, al más germánico, al más leal de sus artistas”.