Es frustrante ver cómo, después de tantos años de justas reivindicaciones y tras haber obtenido un reconocimiento social clamoroso, los clubes náuticos de Baleares siguen en peligro de extinción. Esto sólo puede ser así por la inacción interesada de las administraciones responsables, en particular Puertos del Estado, un organismo de dudosa transparencia (cómo se está viendo con el colosal escándalo de las mascarillas) y sometido a la presión de toda clase de lobbies empresariales y políticos.
Que a estas alturas estemos hablando de la supervivencia del Club Náutico de Ibiza, del Club Marítimo de Mahón y del Real Club Náutico de Palma demuestra que durante las últimas dos décadas no sólo no ha existido voluntad de reconocer la singularidad y la labor deportiva de estas entidades históricas y representativas del patrimonio marítimo de nuestra tierra, sino que la intención de quienes han manejado los hilos ha sido justo la contraria: hacerlas zozobrar para poder dedicar sus instalaciones a la especulación más grosera.
Desconozco, pues es cuestión jurídica al parecer compleja, si la naturaleza de los delitos objeto de la condena penal recientemente recaída sobre el empresario aspirante al Club Náutico de Ibiza justifica su exclusión del concurso. Tanto el afectado como la Autoridad Portuaria de Baleares han coincidido en que no es así. En ese caso, y desde el punto de vista de la estricta aplicación de la Ley, no habría nada que objetar.
Eso no quita, sin embargo, que, una vez leída la sentencia y sus hechos probados, me pregunte cómo es posible que un club centenario, una institución arraigada en la sociedad y con una historia llena de éxitos deportivos, pueda pasar a manos de una empresa mercantil cuyo responsable no hace ni cuatro meses fue declarado culpable de una tentativa de estafa procesal y de falsificar documentos para intentar cobrar de forma fraudulenta más de 2 millones de euros.
Pienso que algo falla si las leyes aplicables a un concurso público en el que se exige ser referente en cuestiones sociales –con todas sus cláusulas y pliegos– no es capaz de detectar en este hecho una anomalía flagrante.
Me cuesta entender, por otro lado, que ninguna autoridad competente en materia portuaria se sienta ni remotamente vinculada no ya por las manifestaciones en favor de los clubes náuticos –y aquí cabe recordar las que han dado soporte al Real Club Náutico de Palma y más recientemente al Club Náutico de Ibiza—, sino por la declaración realizada en forma de proposición no de ley del Parlament de les Illes Baleares donde se insta con nombre y apellidos a Puertos del Estado a tomar cartas en el asunto y proteger de una vez a los clubes náuticos.
¿Pueden las empresas públicas —pues al fin y al cabo son eso— actuar al margen de la voluntad popular expresada por las cámaras representativas de la ciudadanía? Obviamente se trata de una pregunta retórica. Claro que pueden. Puertos del Estado lo está haciendo sin que los políticos que han firmado esas altisonantes declaraciones se sonrojen porque alguien se esté sonando la nariz con el papel donde las dejaron plasmadas. El mensaje de socorro enviado por la ACNB, que recogemos en nuestro suplemento en páginas centrales, recalca con razón esta circunstancia. Y no, no es exagerado: los clubes tienen los días contados si el Gobierno sigue ignorando sus demandas.
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