AZUL DE ULTRAMAR

SABINA PONS

Padre mallorquín, madre alemana. He crecido junto al Mediterráneo. Soy licenciada en Ciencias de la Información y Graduada en Historia del Arte.

Sin (tanto) miedo

Quiero creer que mi cuerpo no es más que un contenedor del alma indiferente al espacio y el tiempo

Tumba del Nadador (c. 470 a. de C.), autor desconocido. Fresco sobre piedra caliza. Museo Arqueológico de Paestum.

La certeza de la muerte me ha amargado la vida desde que tenía seis años. La cuenta, por lo tanto, es sencilla: llevo cinco décadas dándole vueltas a la pura maldad de un creador que te insufla aliento para que aletees un instante y te sumerge de nuevo en la oscuridad eterna. Un Moriarty, un Doctor Frankenstein, un Fu Manchú. He buscado en vano respuestas a este sinsentido en los textos de los grandes filósofos, pero para eso tendría que entenderlos.

Recuerdo que una primera oleada de consuelo me llegó de la mano de David Bowie quien, al conocer la noticia de su enfermedad y de una muerte amenazadoramente cercana, dijo: “No sé a qué lugar me dirijo, pero debe de ser cualquier cosa menos aburrido”. Interesante —pensé—, la muerte como turismo de aventura, me gusta la idea. Una ligera fisura apareció en la recia estructura de mi espanto por la que se coló una rayita de luz.

Meses después, en el Museo Arqueológico de Paestum, frente a la Tumba del Nadador, se ensanchó la estría.

En 1968, el arqueólogo Mario Napoli descubrió en una pequeña necrópolis cercana a la colonia griega de Posidonia (bautizada así en honor a Poseidón, dios del mar), una tumba en forma de caja en perfecto estado. Dentro reposaban los restos de un hombre joven. La losa que le cubría, por la parte que había tenido frente a su rostro durante dos mil quinientos años, estaba decorada con un fresco exquisito en el que un esbelto joven se zambulle en el mar. Una línea negra enmarca la escena, lo que da a entender que el salto es metafísico, una metáfora del paso a una nueva dimensión que solo puede ser alcanzada atravesando la superficie del mar, la elástica membrana que separa ambos mundos.

Ah —me dije, de pie frente a ese pedazo de piedra caliza—, esto me sirve: ya que la muerte es inevitable, ¿no es más lógico que, cuando llegue el momento, me sumerja en ella en un perfecto plongeon, con los brazos extendidos y la cabeza erguida, con la misma actitud con la que me pego un capfico desde las rocas de Cala Blava un mediodía de julio?

Claro que en el fresco no hay rocas; el joven salta desde unos pilares que aluden, dicen los estudiosos, a las míticas columnas que Hércules levantó en los confines del mundo, allá por Gibraltar. “Non terrae plus ultra”, sentenciaban los antiguos, no hay tierra más allá, solo un espacio que no puede ser aprehendido por la experiencia humana, un profundo y desconocido océano. Zambullirse en él, desnudo, desde las columnas, no puede, entonces, significar otra cosa que un osado grito de vida: “¡No tengo miedo, estoy listo, revélame tus secretos!”.

En los últimos tiempos, algunos historiadores como Tonio Hölscher se han decantado por una interpretación distinta de la Tumba del Nadador. Es arte realista, dicen, no simbólico: lanzarse al mar era una ocupación habitual de los jóvenes de la élite local, una prueba de capacidad atlética y valor viril que formaba parte de un rito de iniciación, un salto de la infancia a la edad adulta. Bueno, vale, tiene sentido. Ya sabemos que los griegos eran fans de Hedoné, la hija de Eros y Psique cuyo nombre significa “placer”.

Pero yo me quedo con la interpretación órfica, la creencia en que este cuerpo mío no es más que un contenedor temporal de un alma indiferente al espacio y al tiempo y que, cuando me zambulla en la muerte, con el gracejo y la alegría de una Esther Williams en su mejor momento, se producirá una catarsis que me convertirá en agua de mar, en rama de olivo, en eco cósmico.

Para que luego digan que el arte no sirve para nada. 

Disposición de los frescos en la Tumba del Nadador. En los laterales, acompañan al difunto escenas de un symposyum, una fiesta itualizada habitual entre las élites griegas.  En la cabecera y los pies, una alusión a las tres edades del hombre y una escena (bastante imperfecta) de un joven desnudo junto a una gran crátera.

Vista del área arqueológica de Paestum, la Posidonia griega, cerca de Salerno. A un kilómetro escaso fue encontrada la Tumba del Nadador.

Fotograma del mítico anuncio de 1992 de los vaqueros Levi’s. Un muchacho atraviesa un barrio residencial zambulléndose en sus piscinas. De fondo, la voz de Dinah Washington canta (acaricia) Mad about the boy, compuesta por Noël Coward.

 

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