Seguimos leyendo a menudo artículos o reseñas sobre la náutica de grandes yates, esa donde los pequeños son los de 50 metros de eslora y donde por encima de los 70 llevan un helicóptero y hasta submarinos. Cuando de repente me encontré formando parte de la cultura de superyates, allí por 1988, el Santa Cruz Tres de 36 metros de eslora del que era yo capitán era un yate importante.
Uno de los primeros huéspedes que tuvimos fue Gustavo Cisneros, el empresario venezolano propietario de Pepsi, que acababa de comprar Galerías Preciados. A él y a su mujer los acompañaban Carlos March y la suya, Maritín March (condesa de Pernia), Miguel Boyer, Isabel Preysler y su hijo Julio José Iglesias. No eran nuevos ricos, sino lo que en el norte de Europa se llama «dinero viejo», fortunas que a lo largo de generaciones siguen en las manos de la misma familia.
Había pasta y alcurnia (contemporánea) por todos lados. Este grupito era poderoso y en España había pocos que le pudieran hacer sombra, de eso no había duda. Eran muy educados y trataban a mi tripulación de una manera exquisita. Mi mujer Ada, chef a bordo, había hecho un curso de Cordon Bleu en una de las mejores escuelas de Inglaterra, y aún así, tenía pánico, ya que el Santa Cruz Tres tenía un limitado espacio para guardar las vituallas y yo no podía «prestarle» un tripulante para que la ayudara a hacer la compra.
No hay que olvidar que también debía darnos de comer a los siete tripulantes de la embarcación. Zarpamos hacia el norte de la isla de Mallorca, fondeamos para el almuerzo y luego la señora Cisneros quiso tener una charla con Ada. Ella pensó que algo había ido mal con el almuerzo y casi le da un patatús. Cuando finalmente se reunieron, resultó ser todo lo contrario: les había gustado comer sano, fresco, sin demasiados aderezos ni salsas. Simple y auténtico. Con los vinos era diferente: embarcamos unas diez cajas de madera de excelentes vinos franceses y españoles. La siguiente noche fondeamos en Cañamel y de allí nos fuimos a Ibiza, donde tuvimos como huésped especial a Smilja Mijailovic, embajadora universal y promotora de la moda Adlib en todo el mundo. Ada estaba muy nerviosa, pues en Ibiza no había nadie con mejor fama. Decidió el menú con la señora Cisneros y, una vez más, pudo relajarse ya que eran platos sin muchas complicaciones de ingredientes o preparación.
Otra noche desembarcaron con los anexos en Ibiza para asistir a un evento. Nosotros, al fondeo, nos «escondimos» detrás del Phocea, de 75 metros, ya que los reporteros ofrecían 50.000 pesetas por una foto de nuestros huéspedes a bordo del Santa Cruz Tres.
Cuento esto porque era muy difícil superar el nivel de riqueza y lujo del que participábamos y, sin embargo, lo que más apreciaban nuestros invitados eran el trato, lo singular (pidieron raones) y lo auténtico (sobrasada). Se habían subido a un yate para disfrutar del mar y de la mutua compañía mientras celebraban un negocio.
Otro indicador interesante es que en los yates pertenecientes al «dinero viejo», las tripulaciones se mantienen durante años, hay una lealtad mutua tripulante-capitán-propietario que impera. No todo es caviar, ni ostras, ni foie gras. Eso lo pueden comer en su casa cuando lo deseen. Generalmente, esta gente sabe aprovechar lo que su yate y el lugar le ofrecen. Eso sí, cuando llegan los nuevos ricos, sálvese quien pueda. Son una especie de hooligan náutico con apetitos caros, estrés permanente y que sólo pretenden imponer, nunca dialogar. Esos son los que dan el mal nombre a la náutica de grandes esloras.