Zarparon del puerto francés de Rochefort el 30 de septiembre de 1994 a bordo de un velero en buen estado de 37 pies provisto de dos palos, construido con fibra de vidrio. Tenía un puente alto repleto de portillos de metacrilato que protegían de la mar, pero que le restaba estética marinera y, sobre todo, seguridad. Su destino, Senegal. La tripulación la componían Bernard, su compañera Louise y la hija de ambos, Gaella, de seis años.
A 70 millas al Oeste del cabo de Finisterre, un frente frío les sacudió como si fueran una hoja de papel. Ya de noche, escucharon el ruido ensordecedor de una ola rompiendo, y el barco volcó: pasaron unos segundos eternos, y el Jan Van Gent, que así se llamaba el velero, fue adrizándose lentamente; pero su cámara estaba anegada por el agua, y continuaba entrando por los grandes portillos de la cabina, que no habían resistido la fuerza de las olas.
A partir de aquí, una cosa fue lo que Louis, única superviviente, contó a la prensa y autoridades españolas, y otra la que años después narraría en su libro, Ella duerme bajo el mar. A la policía española le dijo que, tras el vuelco, recogieron unas cuantas cosas y dispararon el inflado de la balsa salvavidas. Y que, tras embarcar en ella, advirtió que Bernard estaba herido, ya que tenía la cara cubierta de sangre. En principio pensó que solo eran cortes y magulladuras pero, un día después, empezó a encontrarse tan mal, que dedujo que tenía alguna herida interna. Seis días después falleció.
Dijo también que la pequeña Gaella no podía apartar la mirada del cadáver de su padre, presa de un ataque de histeria. Ella le repetía que se había ido al cielo, pero la niña insistía en que estaba dormido. El momento de tirar al mar el cadáver de Bernard, dado su incipiente estado de descomposición, “fue un momento terrible para las dos”.
Primera página del extenso peportaje publicado en su día en el Magazine del diario El Mundo.
Durante las tres semanas siguientes, la balsa derivó hacia el Norte impulsada por vientos del suroeste. Bebían agua de lluvia y masticaban muy despacio unas galletas para que durasen. El bote hacía agua y era necesario achicarlo cada dos horas.
Varias veces, y desde el bajo horizonte que contemplaban a ras de agua, distinguieron la silueta de varios mercantes, pero Louise aseguró que era consciente de que iba a ser muy difícil que les viesen. Para entretener a la pequeña, le contaba cuentos de campos y montañas, en los que el paisaje no les podía hacer daño. Otros ratos, cantaban o le enseñaba a hacer nudos. Durante las eternas noches, competían sobre cuál de las dos contaba más estrellas. Así, Gaella parecía que se iba olvidando de la muerte de su padre.
Por fin, y tras pasar 23 días a la deriva, un mercante ruso se acercó hasta ellas; “Ese nos ha visto”, chilló Louise. Cuando estuvo a su costado, un hombre descendió atado a un cabo pero, al llegar a la balsa, por culpa del rebote de una ola, volcó la frágil embarcación. Las dos quedaron debajo respirando la burbuja de aire que había en la balsa invertida. La niña repetía que no lo iba a conseguir. Su madre la aferraba desesperada tratando de que no se hundiese. Sin embargo, en otro golpe de mar, Gaella desapareció. Segundos después, Louise sintió que alguien la agarraba y la elevaba, contó a la policía española.
La siguiente imagen que tuvo de la tragedia fue desde un helicóptero de Salvamento Marítimo Español: la balsa se había adrizado, pero no había nadie a bordo; el mercante también había desaparecido.
Cuando llegaron a tierra, el comandante del helicóptero declaró que ellos sólo habían visto a Louise, que no sabían nada de la niña. La llamada de socorro la recibieron desde un barco que no se reportó, seguramente para evitar complicaciones. La policía encontró muchas contradicciones en las declaraciones de la francesa y, todavía hoy, nadie sabe lo que pasó realmente. El periódico El Mundo publicó el accidente, tras una concienzuda investigación de mi colega Manuel Rico, accediendo al sumario del accidente. Y para demostrar que no hay que abandonar el barco hasta la última instancia, éste siguió flotando, hasta que un remolcador español lo llevó al puerto de Coruña.
CONCLUSIÓN
Podemos sacar una de suma importancia: los veleros, cuantos menos tambuchos y portillos de plástico tengan, mejor: son partes que ceden tras un vuelco, por eso, barcos tan seguros como los Swan, los Baltic o los Wauquiez nunca instalaron lo que antes se llamaban ojos de buey en sus cascos, pues los tambuchos deben ser elementos de seguridad provistos de rígidos y consistentes cierres que, por lo general, los astilleros no suelen tener en cuenta.
En el caso de navegar en motoveleros o barcos a motor, que tienen grandes ventanales, hay que llevar a bordo unas tapas de madera o metal, para cubrirlos cuando llega el mal tiempo.
En este naufragio, como hemos contado, el velero siguió a flote, con lo que siempre es mejor quedarse en el barco si no se hunde de inmediato; aunque dejemos preparada la balsa por popa, mejor sin abrir, pero lista. Este caso ha sucedido muchas veces, y no hay mejor refugio de espera que la propia embarcación, por mucha agua que tenga. Mientras flote, es el mejor lugar.
Los relatos de naufragios contados por gentes que sobrevivieron y perdieron a seres queridos nunca son fidedignos. Algunas veces, tratan de evitar contar los muchos errores cometidos. Otras, por el contrario, es el subconsciente el que toma la decisión de borrar la verdad con la intención de seguir respirando, tras vivir un terror tan brutal como el de este naufragio. El libro que escribió Louise años después, es contradictorio, y generó más dudas todavía.
El caso nunca se cerró. Solo ella sabe lo que realmente pasó.