Voy algo golpeado por las noticias de variada índole que me llevaron por delante estos últimos días. Digo llevaron por delante porque no fui a buscarlas, me topé con ellas. Son de esas noticias que nos hacen segregar esas hormonas que joden de lo lindo, y que se quedan colgaditas allí por la impotencia de hacer algo al respecto, y por no querer dejarlo pasar como si fuera uno un milenial, habiendo sido educados para digerir, razonar y actuar en consecuencia. Desgraciadamente, la mala gestión e impunidad galopante que nos rodea nos deja apáticos, frustrados y con ganas de ver algo entretenido en Netflix para no pensar en lo otro.
No debemos sacar las cosas de quicio, pero tampoco olvidarlas. Sabíamos que se venía algo fuerte, importante, decisivo. Lo esperamos, como hemos esperado tantas cosas en los últimos años, cada vez menos seguros de un resultado ecuánime, lógico, consensuado. ¡Y pum! Otra hostia emocional e intelectual.
Discúlpenme las anteriores 172 palabras, el divague sociopolítico, la tristeza puesta en evidencia. Esta columna es de náutica, pero hoy me permití este exabrupto al que si pudiera ponerle música se transformaría inmediatamente en un tango de esos que la frustración permanente nos hace, a los argentinos, tararearlos cada día.
Es una introducción al relato de hoy. La mano de rizos.
La mano de rizos fue, desde los inicios de la náutica, la práctica que nos preparaba para el viento fuerte, fueran rachas traicioneras, el llegar de un frente frío o la tormenta ineludible. El buen rizo se tomaba con buen tiempo o en el puerto o fondeadero, es una medida de precaución. Se arría lo necesario la mayor, se hace firme el puño de amura utilizando el ollao de bronce pegado al gratil, misma práctica para el puño de escota, que dejaba el extremo de popa de la botavara «pelado» como el hueso de una pata de pollo. Y luego, uno a uno, los matafiones o rizos, trocitos de cabo fino con largo suficiente para caer, a ambos lados de la vela, más bajo que la botavara. Un matafión pasa a través de un ollao pequeño, y queda trabado por dos nudos, uno a cada lado. Una vez tensado el puño de escota, se amarran los matafiones, uno a uno, abrazando el paño reducido de la vela a la botavara. Les prometo que mientras escribo esto estoy sonriendo, y mucho. Llevo muchísimas manos de rizos en mi haber.
Una vez lista la mano de rizos, se iza la mayor hasta que el gratil quede tenso, y allí se aprecia el trabajo hecho: el pujamen estirado, los rizos uniformes, el paño reducido bien estibado. Y navega uno hacia viento y ola, seguro de poder llevar el barco con estropada, la escora justa y sin arriesgar la jarcia.
En tierra deberíamos poder hacer lo mismo. Cuando algo se viene, deberíamos saber tomar una mano de rizos y prepararnos para capear lo que sea. Además, cuando uno va tomando los rizos se va mentalizando a esa condición meteorológica dura que va a afrontar. ¿Por qué no hacerlo antes de un telediario, o de leer el periódico, o de salir al ruedo, por ejemplo, en una reunión de gerencia? Una práctica así nos redondea los cantos de la furia y de la amargura.
Esto que acabo de contarles funciona con el grupo de navegantes que lo han vivido y saben qué es. Impide el «¡tranquilo!» acusatorio de una discusión cuando a uno se le empieza a ir la olla. Y es mucho más saludable que hipnotizarse con Netflix.