MAR GRUESA

HUGÓ RAMÓN

Soy mallorquín de padres franceses. Apasionado de la mar y las regatas oceánicas. He participado en tres ediciones de la Mini Transat (el Atlántico en solitario en barcos de seis metros y medio), en una vuelta al Mundo A2 (Global Ocean Race) y he sido campeón mundial de J80. También he sido entrenador de equipos de vela ligera. Ahora estoy preparando mi cuarta Mini Transat a bordo del Verdugo, mi nuevo barco.

Viento de 65 nudos y el mar en ebullición por el granizo

El autor, capitán del Spirit of Malouen X, narra la dura experiencia de un transporte de Palma a Saint Tropez: «No veía algo parecido desde el Cabo de Hornos». Conclusiones: las prisas son malas consejeras y el Mediterráneo es una bomba imprevisible debido a la alta temperatura del agua.

Hugo Ramón, a la caña del Spirit of Malouen X, durante el temporal relatado en este artículo.

Soy capitán del Spirit of Malouen X, un Wally 107, diseño de Jüdel/Vrojijk que antes se conocía como Open Season. Hace unos meses se vendió para volver a hacer las mejores regatas de maxis del mundo, como Palmavela, Les Voiles de St. Tropez, La Rorc Transatlantic Race o la Caribbean 600. Mi tripulación permanente y yo estábamos acostumbrados a primar ante todo la seguridad, porque, aun siendo un barco grande, la verdad es que no se diseñó para hacer navegación de altura extrema. Por lo tanto, hasta no hace mucho, cuando inciábamos un transporte para esperar al jefe en algún destino idílico, lo haciamos con tiempo, intentando elegir la mejor meteorología posible para que ni el barco ni la tripulación sufriesen.

Pero la vuelta al ruedo de las regatas hace que haya más prisas, más estrés, menos tiempo entre regata y regata, y muchos arreglos que gestionar cuando los «peludos» (como me gusta llamarles) de los 30 regatistas que vienen a bordo, lo rompen todo. En definitiva, los cinco tripulantes permanentes hacemos lo que podemos.

En nuestro calendario teníamos marcado en rojo Les Voiles de Saint Tropez, que es una regata icónica, y más para nuestro querido armador francés. Por lo que había que llegar sí, o sí, sin posibilidad de fallo. Dos semanas antes ya andábamos revisando el parte meteorológico, pero estábamos en plena reparación de una «Gear Box», que permite que el motor en vez de hacer de propulsor, con sus dos bombas acopladas, sirva para mover aceite hidráulico. No teníamos mucho margen de acción.

Después de días de Mistral fuerte, un milagro nos daba tregua y se abría una ventana el miércoles 29 de septiembre. Justo a tiempo para acabar con nuestra lista de tareas. Planeándolo, vi que era un encaje de bolillos. Teníamos que rodear Mallorca por el SE para no estar pegando pantocazos innecesariamente en el SW de la isla, ya que había soplado fuerte el último día. Después, debíamos intentar acercarnos a la costa catalana para no comernos el Mistral anunciado de 35 nudos de ceñida y poder navegarlo por la aleta de Cabo de Creus a Saint Tropez. Sabíamos que en la latitud de Barcelona podríamos tener tormentas eléctricas, pero me daba la impresión de que, con un poco de suerte, pasarían por delante de nosotros. De hecho, el parte marcaba una calma que yo pensaba daría un poco de descanso y tregua a la tripulación.

Lamentablemente, poco fue lo que ocurrió como lo había previsto. Rodear Mallorca fue relativamente fácil, pero, desde que asomamos el morro entre esta isla y Menorca, una mezcla de olas enormes que venían del Sur y del Norte, y con un periodo corto, empezaron a sacudir el barco durante horas. Era horroroso, me recordaba al Este de la costa argentina, hasta llegar al Río de la plata. Era imposible descansar y el pobre Spirit of Malouen X sufría lo indecible: se nos desmontaban los techos, las puertas se abrían y cerraban violentamente debido a la torsión del barco, y el agua tanto entraba por la proa como por la popa. El barco era mucho más largo que el espacio entre las olas y cuando no había agua debajo de la quilla, bajaba bruscamente y embarcábamos agua por todo. Íbamos despacio, a unos 6 nudos, con solo solent arriba, que es ir en primera marcha para un barco que conseguimos navegarlo hasta 30 nudos de velocidad y con el que corrientemente y plácidamente vamos a 20.

Intentábamos sortear los pequeños chubascos repletos de rayos y mangas de agua como podíamos, pero a tan baja velocidad no era tarea fácil.  Estaba intentando descansar, agarrado como un gato en el interior, cuando oí la llamada de Gastón, mi primer oficial:  «¡Todo el mundo a cubierta, con trajes de agua, zapatos y chaleco Salvavidas!». Cuando salí, era la hecatombe; se veía todo negro y ya había 45 nudos. Respetando el protocolo que tenemos marcado, cogí la caña y empecé a caer todo lo que pude hasta ponerme en popa redonda. Dí la orden de arriar el solent, pero había tanto viento que enrolló mal, con la baluma flameando mientras el barco cabalgaba las olas. Tomamos la decisión de rezar, cada uno a su Dios, y volver a desenrollarlo para intentar enrollarlo de nuevo. Puse motor avante a máxima velocidad para, navegando en popa, reducir el viento aparente. De milagro, enrolló bien, pero se empezó a desgarrar el puño de escota, por lo que di orden de bajarlo a cubierta. Mis cuatro tripulantes se ataron y apresuraron a ir a la proa mientras, desde mi posición a la rueda (no tenemos piloto automático), bajaba la driza como podía. Mi querida tripulación parecían bolos y la vela, la bola de bowling: salían disparados cuando el churro de vela les golpeaba.

El viento ya había subido a 65 nudos. El mar, blanco. El cielo, blanco. El granizo nos golpeaba y nos hacía trizas la piel. Cuando, después de un extenuante y preciso trabajo, la tripulación pudo volver a la bañera, decidimos apagar toda la electrónica por miedo a quemarla con los rayos, y nos pusimos a navegar con un buen y fiable compás de toda la vida.

Lo que más nos sorprendió fue que el viento era tan fuerte que aplanaba las olas, pero el granizo se encargaba de mantener el mar en ebullición. El viento era frío, muy frío para esta época del año, y aquí reside el quid de la cuestión: mar caliente y viento frío: problemas. Estuvimos corriendo el temporal hasta que bajó a unos navegables 40 nudos, volvió a subir la ola y empezamos a embarcar agua por la popa. En ese momento decidí dejar de hacer rumbo Sur, que en teoría no nos ayudaba a salir del infierno, y al ver un hueco por el W, virar 90 grados hacia lo que esperábamos fuese la salida. 

Los 35 nudos con tormentín y un mar desmontado que tuvimos al llegar al Golfo de León nos pareció de risa, pero siempre con respeto, que el Mediterráneo, engaña. Me quedo con la felicidad de mis tripulantes más jóvenes, que se pusieron contentos cuando, pensando que esto era el pan de cada día, les dije que «Después del temporal que pasé en el 2012 en Cabo de Hornos durante la Global Ocean Race, creo que hacía años que no navegaba con tanto viento». 

Y sí, la prisa es mala consejera: con todo el tiempo del mundo hubiese salido la semana de antes. Como dice un amigo mío: «Frissar és de pobres».

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