Viene del capítulo 1
Mientras buscaba el arma, Bermudo Bocanegra oía al farero encerrado. Le pedía insistentemente que le sacara de la habitación donde estaba prisionero. Sus razonamientos parecían cuerdos, le alertaba contra el otro farero, pero todo era confuso y alterado. Bermudo se dio la vuelta y se encontró a Juan Gómez encima suyo. Se asustó.
-Juan, ¿dónde has dejado la escopeta? Ya no nos hace falta.
El valenciano musitó unas palabras apenas audibles; el viento seguía ocupando la estancia y cada vez le quedaba más claro que Juan no estaba en sus cabales. ¿Tendría razón el cautivo?
-Juan, vamos a preparar el faro. Se acerca la noche y debes indicar el camino a los navegantes.
Bermudo se giró para subir por la escalera de caracol de la torre cuando oyó casi a la vez un grito, un golpe y un tiro.
Dominique y Guiem acababan de entrar y el primero lanzó su cuchillo contra Juan, que apuntaba por la espalda a Bermudo. El mango del cuchillo golpeó la cabeza del farero, que disparó al aire su arma. Guiem se abalanzó sobre él para inmovilizarle.
Ataron a Juan y sacaron a Rafael de la habitación donde estaba encerrado.
-¡Miserable! Todo el mundo sabrá ahora tu traición.
Rafael les explicó que Juan estaba en tratos con el pirata Turgut Reis y le pasaba la información de los barcos y sus movimientos alrededor del faro. Al principio venía un falucho y el farero principal bajaba hasta el Moll del Patronet donde se reunían. Nunca traía comida, bebida o noticias, por lo que no era un correo oficial, pero no le pareció nada especial. No fue hasta unas semanas atrás cuando vio desembarcar unos rehenes que trasbordaron a otro barco al cabo de unas horas que Rafael entendió los tratos de Juan. Se enfrentó a él pero este, aprovechando el temporal, apagó la luz y provocó un incendio para culparle, quemar los registros que llevaba y, en última instancia, matarle diciendo que lo había atacado. Encerraron a Juan en su habitación y pusieron en marcha la lucernaria. El faro volvía a funcionar.
Con el amanecer, el viento paró. Lanzaron un cohete para llamar la atención de Pedrete para que este se acercara con el llaut hasta el pequeño muelle y poder subir los víveres y llevarse a Juan hasta el puerto. Mientras los marineros desayunaban, oyeron un estrépito de cristales. Juan había conseguido descolgarse por una ventana llevándose el botín que había juntado al servicio del pirata berberisco y huir hacia el mar bajando la peligrosa cuesta por la que había subido Bermudo el día anterior. Los tres marineros lo siguieron por las resbaladizas rocas hasta donde comenzaban los escalones. Juan les había sacado ventaja, pero no tenía escapatoria, era imposible que nadara hasta la siguiente playa, salvo que se encontrara con Pedrete y el llaut.
-Rápido, tenemos que alertarle -dijo Bermudo cuando vieron aparecer la proa del barco desde la bahía. Pedrete había montado la pequeña mesana y, con los remos, había sido mucho más rápido de lo esperado por los hombres.
Juan lo vio y, desesperado, saltó desde más de 15 metros al mar. Guiem gritó a Pedrete para avisarle. Bermudo se asomó al risco desde donde se había lanzado el farero, cogió aire y fue tras él. Pedrete clavó un remo para forzar el giro, se dio la vuelta y remó a la cía, primero con los brazos en el remo de babor y luego con una mano en cada puño. Un pie adelantado, cuerpo hacia atrás, brazos algo flexionados y todo el peso del tronco hacia adelante, otra vez, otra vez. Consiguió algo de velocidad y ya pudo hacer los movimientos más largos. Mientras en su popa, a escasas brazas, Juan se hundió desfallecido por el peso de las monedas. Bermudo llegó sólo a cogerle de una mano que se le escurrió. Pudo ver, debajo del agua, como el desgraciado asía su bolsa de monedas que sin remedio se hundían a 100 metros de profundidad.
-¡Para, Pedrete!
Bermudo subió al llaut, cogió el otro par de remos y se dirigieron al Moll del Patronet donde les esperaban Guiem y Dominique.